Ciclo B – Domingo XXIII Tiempo Ordinario
Marcos 7, 31-37
Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua; Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete». Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente. Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
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“Una novela sólo se explica por sí misma. Lo que cualquier obra de arte «significa» sólo puede ser captado, develado, descubierto, desde su propio lenguaje. No se puede contar con palabras una sinfonía o una sonata. Como tampoco se puede pintar un poema o razonar una escultura”. Esto es lo que dice Abelardo Castillo, cuentista, dramaturgo y ensayista argentino, cuando se refiere al “Lenguaje del arte”, en su libro “Ser escritor”. Y es verdad que el texto tiene que ver con el sentido y la interpretación de la novela, donde el escritor mismo debe experimentarla, descubrirla y entenderla. Así también lo debe hacer el lector. Y el Evangelio nos trae una curación milagrosa que, aquellas personas, no pudieron dejar de contar, aunque Jesús les pidió que no lo hicieran.
Y claro que lo debían contar, no por chismorreos, sino porque algo tan sorprendente no se puede callar. Sin embargo creo que Jesús tenía un propósito y no era, justamente, hacer lo que hacía para ganar seguidores o fama, sino para restituir a la persona que tenía delante. Así mismo, creo que no era su objetivo venir a hacer milagros, aunque los hizo, especialmente por amor a la persona que se lo pedía, sino que su misión era poder dar a conocer la verdad de Dios. Los milagros, me atrevo a decir, eran un efecto colateral. Muy buenos e importantes para quienes se beneficiaban de ellos, pero no el centro de lo que Cristo había venido a hacer.
Sin embargo, sabemos que aquellas personas, muchas de ellas, se quedaron más, o solamente, con los prodigios del Hijo de Dios y no supieron ver más allá. Y creo que lo mismo nos pasa a nosotros. Somos, en general, muy milagrero-adictos. Y claro que debemos serlo, porque Dios es el único que puede hacer posible lo que para nosotros no lo es, pero también debemos saber mirar más allá de las sanaciones.
Y si nos fijamos en el proceder de Jesús, y hacemos un intento de análisis de la forma en la que cura, vemos que primero sana el oído y luego la lengua. Esto me hace pensar en los niños que, antes de hablar, deben poder escuchar. De ahí la dificultad de poder hablar que tienen las personas con problemas de audición. Si no se escucha, no se conocen los sonidos y no se los puede reproducir.
Aquí me atrevo a decir que, más allá de la curación, hay una catequesis, donde el mismo Cristo nos indica el camino a recorrer para poder hablar de Dios. Primero hay que escuchar el mensaje para luego poder decir palabras que vienen del Señor. Y nosotros también deberíamos poder o aprender a escuchar lo que Dios quiere decirnos, a cada uno de nosotros, para entonces poder hablar a los demás (y de los demás) según su mensaje. En un sentido inverso diría que cuanto más nuestra vida habla de violencia, odio, rencor, negar el perdón, maltrato, daño al que está a mi lado, apatía, egoísmo, mezquindad, más sordos estamos, porque pareciera que nada hemos escuchado de la Palabra de Dios.
En cambio, aquél que logra escuchar con atención y asimilar lo que Jesús propone, necesariamente tiene que empezar a hablar el lenguaje de Cristo con su vida. Como aquél sordomudo o la gente que experimentaba estos portentos curativos. No podía callar porque necesitaban hablar de lo que Dios había hecho en sus vidas. Y me pregunto si nuestra actitud de cristianos va en la misma dirección. ¿Hablamos de lo que escuchamos de Dios? ¿Hablamos de él o preferimos callar para no incomodar a los demás, cosa que decimos para justificarnos? Aunque tal vez la pregunta debería ser: ¿Realmente escuchamos a Dios o más bien preferimos hacer nuestro camino independiente?
Antes citaba a Abelardo Castillo y él se refiere al lenguaje del arte, y en particular al lenguaje de la novela, el cual, si no se habla, difícilmente el escritor y el lector puedan llegar a comprenderla por completo. Y eso no se transmite, como una enseñanza matemática, sino que se debe experimentar personalmente. Es la única forma real de poder llegar a comprenderla y escribirla. Y lo mismo pasa con el Evangelio, con el mensaje de Jesús. Tenemos que ser capaces de hablar su mismo idioma para poder comprender el amor y la misericordia de Dios y lo realmente transcendente de esta vida. De otra forma es imposible llegar a hablar y actuar las palabras de Jesús. Pero para esto hace falta lo que ya dijimos: Poder escuchar. Si seguimos sordos a Dios, el cambio no se producirá nunca y nos pasará lo que sucedió hace pocos días, donde un niño inocente muere ahogado por la barbarie, la incomprensión y la dureza del corazón de los adultos, que sólo buscan un interés propio a través de una guerra que, como todas, es absurda por mucho que la justifiquen, y que siempre será de poco valor en comparación con la vida de una criatura.
Todavía no hemos llegado, nos falta el “efata”, el “ábrete”. Creo que en el mundo seguimos igual de sordos que el hombre del pasaje bíblico, sin escuchar a Dios.