Marcos 9, 2-10
Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Éste es mi Hijo muy querido, escúchenlo».
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos».
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Una de las primeras cosas en las que pensé, al leer este evangelio, fue el desconcierto que tendrían los apóstoles que veían lo que pasaba delante de sus ojos. Seguramente no fue fácil asimilar aquella experiencia de la transfiguración de Jesús, y menos aún las recomendaciones finales que les dio. Ellos –me imagino– irían, pensativos, caminando de vuelta a casa junto a Cristo, rascándose la cabeza, tratando de dilucidar, al mismo tiempo que preguntándose: ¿Resucitar de entre los muertos?
Pero más que quedarme del lado de la incomprensión de lo sucedido, me interesa descubrir lo que se nos quiere decir con lo que relata el texto.
En primer lugar, vemos que Pedro, Santiago y Juan fueron testigos de la revelación de Jesús en la totalidad de su ser real. Cristo se mostró en su modo más glorioso, en su esencia más profunda, en su ser Dios. Al mismo tiempo el Padre, que es quien transfigura a Jesús, les habla directamente y les manda escuchar el mensaje que su Hijo tiene para darles. Entonces podemos ir concluyendo que, estos tres apóstoles, también fueron testigos de una presencia real del mismo Dios, a quien oyeron hablar. Bien se ha dicho, muchas veces, que este episodio nos da un anticipo del cielo.
Si me permiten, esto fue como un avance de un próximo estreno, o trailer, que decimos. Esos que vemos, cuando vamos al cine, antes de que comience la película. Nos dan pantallazos de lo que está por venir. Y en muchas ocasiones –a mí me pasa– nos dan ganas de que se estrene lo antes posible lo que nos anuncian. Por un momento nos convertimos en críticos de cine y prácticamente decidimos si será una buena película, digna de ver. Lo mismo les pasó a los tres que iban con Jesús. Vieron un avance, un anticipo de lo que va a venir, aunque tal vez no se dieron cuenta de que ese era un gancho, no la película completa. Si queremos, bien podemos decir: No entendieron que ese era el desenlace, pero antes había que pasar por otras escenas y escenarios, como la cruz de Cristo, para recién llegar a ese final de la gloria de Dios.
Al mismo tiempo, llego a la siguiente conclusión: Todo esto es el ánimo que le da Jesús a los suyos, y a nosotros, para poder pasar y permanecer, a pesar de su primer aparente fracaso: Su muerte. Como si les dijera: Miren lo feliz y bien que van a estar si son capaces de llegar hasta el final. Y esto me ha recordado una canción de una gran cantante argentina, Patricia Sosa, que en 1994 nos regaló Aprender a volar. Invito a que la escuchen con atención, sobre todo pensando, por qué no, en el mismo Jesús que nos dice, a sus apóstoles y a nosotros, si no es la letra completa, al menos una parte, que dice así:
Puedes creer, puedes soñar,
abre tus alas, aquí está tu libertad,
y no pierdas tiempo, escucha el viento
canta por lo que vendrá,
no es tan difícil que aprendas a volar.
Y no apures el camino, al fin todo llegará,
cada luz, cada mañana, todo espera en su lugar.
Ahí está, junto a todo lo anterior, otra de las clave, a mi entender, que no podemos perder de vista de este evangelio. Cristo quiere que aprendamos a volar, es decir, que aprendamos a vivir con autenticidad, en plenitud, y eso será completamente cierto cuando vivamos, por fin, plenamente con él. Lo cual, atendiendo a sus mismas palabras en otra parte de la escritura, ya se puede ir palpando ahora mismo. El Reino de Dios llega con Cristo y ya lo podemos vivenciar, aunque no plenamente. Y es aquí donde encontramos la respuesta a la pregunta final del texto: ¿Resucitar de entre los muertos? Hay que morir para vivir. Hay que pasar por la cruz para poder ser transfigurados.
Pensemos en nuestra vida y miremos quiénes somos, cómo vivimos, qué caminos recorremos, y tomemos conciencia del destino que llevamos. ¿Hacia dónde avanzamos? Entonces, tal vez, descubramos que hay cosas a las que debemos morir para poder resucitar con Jesús.
Esta cuaresma puede ser un buen entrenamiento, donde ensayemos muchos tipos de cruces. Esas que hacen que muramos al egoísmo, la envidia, el desamor, la avaricia, los malos tratos, la mentira, el mal. Así se aprende a volar, así se aprende a vivir y a ser de Dios, para ser transfigurados como Jesús.
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