Ciclo B – Domingo III de Adviento
Juan 1, 6-8. 19-28
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz. Éste es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: «¿Quién eres tú?»
Él confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: «Yo no soy el Mesías».
«¿Quién eres, entonces?», le preguntaron: «¿Eres Ellas?»
Juan dijo: «No».
«¿Eres el Profeta?»
«Tampoco», respondió.
Ellos insistieron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?»
Y él les dijo: «Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías».
Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: «¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Ellas, ni el Profeta?»
Juan respondió: «Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: Él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia».
Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.
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«Se llega a un punto en que no hay más que la esperanza, y entonces descubrimos que aún lo tenemos todo».
Esta frase es de José Saramago, de su libro «El año de la muerte de Ricardo Reis». E invito a quedarnos con el pensamiento fijado en lo que nos sugieren estas palabras, más allá de cualquier disquisición acerca de quien la pensó y la escribió. Así, creo que podemos encontrar un punto de partida, o de llegada, a lo que, a mi entender, el Evangelio nos puede llevar.
Tenemos nuevamente a Juan, esta vez interrogado por los defensores de Dios y sus leyes, que quieren saber quién es el que bautiza en el río Jordán. De alguna manera le piden un aval, acaso si es el mesías, o uno de los profetas, como Elías. Y aquél hombre interrogado les responde que no, que él sólo bautiza con agua y que hay un desconocido, en medio de ellos herederos de Yahveh, que es quien importa realmente.
Me imagino que fue grande el desconcierto, o la frustración, de los que preguntaban, aunque no dejarían de interrogarse a sí mismo diciendo: ¿Quién es este hombre que aún sin ser un profeta nos llama a la conversión? Y ahora —continuarían pensando— resulta que hay otro a quien no conocemos y que es más importante. Esto se nos está escapando de las manos —tal vez concluyeron. Y nosotros, ¿qué pensamos de todo esto?
Tenemos como ventaja el saber, al menos un poco, quién es Juan el Bautista y, un poco más, quién es Jesús. Y digo un poco porque me parece que no siempre logramos captar por completo quién es el Hijo de María y qué nos vino a traer. Y claro que rápidamente podríamos decir: Nos vino a traer la salvación, y eso es verdad, pero me pregunto si eso lo sabemos porque así lo experimentamos o porque es lo que hay que saber por ser cristianos. ¿Qué significa, para cada uno de nosotros, que nos traiga la salvación? ¿Es solamente la posibilidad de ir al cielo y salvarnos del fuego eterno? ¿Es entonces la posibilidad de mitigar nuestro miedo al desconocimiento del más allá?
Antes cité a José Saramago, para algunos sólo un ateo irreverente, pero su calidad literaria es más que reconocida. Y nos deja un pensamiento que nos da justamente lo que expresa: Esperanza. Esa posibilidad de que todo puede ser diferente, distinto. Y es lo que Juan el Bautista hizo en su momento. Él repetía las palabras del profeta Isaías: «Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor» y anunciaba el cambio, la posibilidad cercana de que todo va a ser nuevo, y dice —nos dice— que estemos atentos, porque está en medio de nosotros y no lo reconocemos.
Esta es la gran noticia de Juan: Que nuestra esperanza tiene que seguir viva, porque el gran cambio se puede dar. Solo hace falta reconocer a Jesús, nuestra salvación, nuestra alegría, nuestra liberación. ¿Pero dónde se hace eso? ¿En el templo? ¿En las celebraciones religiosas? ¿En cumplimiento de lo que está mandado por la Iglesia? ¿Dónde se reconoce a Jesús? ¿En el prójimo?
Nuestra manera de ser cristianos nos ha llevado, en mayor o menor medida, a asociar a Dios con las leyes y preceptos. Cuanto más perfectos somos en el cumplimiento, a veces podemos pensar esto, más seguros estamos de tener a Dios con nosotros. Es más fácil aprendernos el manual de moral y teología, que es lo que otros con verdad y autenticidad han descubierto en la reflexión acerca de Dios, que intentar hacer también el camino personalmente, e indagar, con la ayuda necesaria y la Gracia de Dios, en la esperanza y la alegría misma que supone descubrir a Dios dentro de nosotros mismos.
Y cuando de verdad nos hemos encontrado con Dios en el corazón, entonces podemos decir que tenemos salvación, que tenemos alegría, porque -parafraseando a Saramago- cuando llega el punto en que no hay más que esperanza, entonces nos damos cuenta de que todo es posible, porque esa esperanza es el mismo Jesús, y con él ¿qué nos puede faltar? Y esto mismo nos lleva a descubrir que también podemos ser luz, alegría y esperanza para otros. Nos convertimos, valga la comparación, en otro Juan, porque comenzamos a ser reflejo de la luz, es decir, reflejo de Dios.
Al mismo tiempo, esto nos dará ojos suficientes para poder reconocer al que viene detrás del Bautista, para que no nos pase como a aquellos del evangelio que, aún teniéndolo en medio de ellos, no lo conocieron, tal vez porque sólo veían las leyes que les hacía sentir que así ya tenían a Dios consigo.
Tenemos que ser reflejo de luz divina, tenemos que ser el testimonio de Dios, y sólo lo conseguiremos cuando hayamos encontrado a Jesús, quien es fuente de toda alegría, toda esperanza.