Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 22, 34-40
Hoy nos volvemos a encontrar con una de las pruebas/trampa que le tienden a Jesús, para ver qué dice, esperando que tropiece. Un doctor de la ley, que sabía bien la respuesta a la pregunta formulada, lo cuestiona y evalúa. Y Jesús responde y sale del esquema, enseñando algo nuevo para el grupo de entendidos que estaban con él. Pone, al mismo nivel de importancia, el amor a Dios y al prójimo. El modo de amor a Dios, como describe Cristo en el evangelio, es parte de la oración del judío (El Shemá Israel, en el Deuteronomio, capítulo 6) y el amor al prójimo como a uno mismo, también está presente en el antiguo testamento (en el Levítico, capítulo 19). Esto lo conocían quienes cuestionaban a Jesús, pero no lo ponían al mismo nivel. Cristo, según podemos deducir, está revelando un sentido más profundo de lo que es Dios y de su voluntad, y al mismo tiempo evidencia que los doctores de la ley se han quedado a medio camino.
Nosotros, que tenemos alguna ventaja sobre aquellos que escuchaban a Jesús, hemos aprendido, supuestamente, que esto de amar a Dios va unido al amor al prójimo. Al menos así me lo enseñaron, hace más de veinticinco años para la primera comunión. Pero al mismo tiempo me atrevo a decir que, contradictoriamente, nos comportamos con el conocimiento de los doctores de la ley del evangelio de Mateo. Esto lo afirmo en virtud de descubrir que es más fácil decir y jurar que amamos a Dios, a quien no vemos cara a cara, que vivirlo, con nuestros hermanos, a quienes sí vemos y escuchamos.
No podemos negar que amar al prójimo tiene sus dificultades, pero ciertamente la voluntad de Dios va por este camino. Es lo que el Señor quiere de nosotros. Tal vez nos ayude el no perder de vista el “como a ti mismo”. Esto se resume en: No hagas a otros lo que no te gusta que te hagan. La teoría es fácil entenderla, pero en la práctica es más difícil hacerlo realidad. Ojalá, todo lo bueno que queremos para nosotros, lo buscáramos para los demás.
Según el planteamiento de Jesús, no cabe una disociación de los dos. Bien podríamos decir que lo que nos dice es una condición suficiente y necesaria para ir al cielo. La una implica la otra. Y, si me permiten, en caso de olvidarnos de una de las premisas, nos conviene olvidarnos de amar a Dios. ¿Cómo me atrevo a decir semejante barbaridad? Es que si amamos, con autenticidad, al prójimo, al final terminaremos amando también a Dios. Amamos lo que hay del Señor en cada persona, que están hechas a imagen y semejanza del creador. Y aquí, cabe la aclaración, no estoy diciendo que el Señor puede quedar en un segundo plano, ya que es a quien primero debemos amar, pero al menos tenemos menos consecuencias negativas, según mi teoría.
De hecho, si vivimos con plenitud el amor a Dios, consecuentemente tenemos que amar profundamente a las personas. Nadie puede decir que ama a Dios infinitamente y no ama a quien tiene a su lado. Éste sería un mentiroso.
Entonces, ¿Por qué tenemos el mundo que tenemos?
En la vida, intento ver el vaso medio lleno, lo cual no siempre consigo hacer, ya que estamos rodeados de maldad y odio. Lo vemos a diario, por ejemplo, en las noticias. Han matado a Kadafi, y, en los justicieros, se ve una alergia de venganza. Al mismo tiempo podemos “entender” tal actitud si tenemos en cuenta lo que aquél hizo durante su dictadura. Pero es el odio que envuelve al odio. Así nos debatimos. Y eso que pasa en el mundo, tenemos que estar alerta de que no nos pase a nosotros. Hoy caben preguntas como: ¿Siento odio o rencor hacia alguien? ¿Hay alguna deuda pendiente, con alguna persona, que no soy capaz de saldar? ¿Hice algún daño que no lo quisiera para mí?
También entran todos los temas de justicia social y de convivencia, a los cuales no podemos ser ajenos. Podríamos preguntarnos: ¿Cómo trato a los demás? ¿Cómo trato a mis empleados? ¿Cómo trato a mi esposo, esposa, hijos, padres, vecinos, amigos, compañeros? Las respuestas son el termómetro de nuestro amor al prójimo y, consecuentemente, nuestro amor a Dios.
No podemos descuidar estos temas. Hay que madurar y crecer en el amor. Es una materia pendiente hasta el final de nuestros días. Y hay que aprobar. Pero, ¿Es posible llegar vivir de verdad lo que nos pide Jesús? Me parece que sí. Y me atrevo a afirmarlo después de leer una poesía de Santa Teresa de Ávila. Alguien que es capaz de amar a Dios con profundidad y, consecuentemente, al prójimo, no puede menos que expresarlo como en los siguientes versos
Vivo sin vivir en mí
Santa Teresa de Ávila (1515-1582)
Vivo sin vivir en mí,
y de tal manera espero,
que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di
puse en él este letrero:
que muero porque no muero.
Esta divina prisión
del amor con que yo vivo
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero
¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga.
Quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.
Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo, el vivir
me asegura mi esperanza.
Muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.
Mira que el amor es fuerte,
vida, no me seas molesta;
mira que sólo te resta,
para ganarte, perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero,
que muero porque no muero.
Aquella vida de arriba
es la vida verdadera;
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva.
Muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.
Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios, que vive en mí,
si no es el perderte a ti
para mejor a Él gozarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.