Laberinto

Hacia dónde...
Hacia dónde…

Lucas 3, 1-6
El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.
Este comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro del profeta Isaías: «Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos. Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios».

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«Me vi de pronto en un laberinto. Las paredes parecían no tener principio ni fin, solo curvas, y se unían unas con otras. Cuando por fin creía encontrar un sendero que me llevara fuera de aquella confusión, todo volvía a empezar. Caminar, caminar, caminar. No sabía si estaba en el centro del mismo o si, con suerte, estaba muy cerca de la salida, tan desesperadamente buscada. Creo que fueron varias horas hasta que me senté a descansar un poco. Miré a un lado y a otro. Me parecía estar siempre en el mismo lugar. Recordé los consejos que escuché de algún anciano, tal vez fue de mi abuelo. Debía seguir una pared, sin despegarme de ella, hasta poder salir. Ese era el truco, esa era mi esperanza. Respiré profundo y emprendí mi marcha. Primero caminando, después casi corriendo. Tenía los dedos de mi mano derecha desgastados por llevarlos rozando el muro, para cerciorarme de no perder el camino. Volví a sentarme. Siempre pegado a mi pared elegida. Sentí un vacío y desesperación. Empecé a llorar. Alguien dijo mi nombre. Agucé el oído. Era mi madre que me llamaba. No sabía que hacer. Seguir pegado a mi pared o dirigirme hacia quien me llamaba con claridad. Dudé mientras reanudaba mi marcha. Volví a detenerme. Solté las piedras frías que armaban mi encierro. Me dirigí hacia la voz que sonaba a salvación. Abrí los ojos. Respiré con calma, profundo y aliviado. Me senté al borde de mi cama. Volví a tomar aire. Puse mi mano derecha en la pared elegida y empecé a caminar. Dejé el laberinto de mi sueño y me adentré en el laberinto de mi vida…»

Alguien se preguntará a qué viene todo esto. Si me permiten, después de leer el evangelio no pude menos que recordar este cuento, o parte de él, que imaginé en algún momento perdido. No pretendo reemplazar la palabra de Dios, sólo creo que cuando escuchamos lo que cita Lucas, del profeta Isaías, surge la esperanza. Por fin los caminos van a ser rectos, directos a la felicidad. No más montañas que subir, ni curvas que tomar. ¡Fuera los caminos sinuosos! No habrá más confusión. Dejaremos de andar por rutas que nos llevan a lugares y mundos a los que no pertenecemos.

Permítanme contarles. Creo que estamos en una vida que, en más de una ocasión, se nos vuelve un laberinto, o varios. Sabemos, o pensamos que sabemos, el camino para salir de ellos y no acertamos. Ensayamos uno u otro atajo. Volvemos a andar por donde antes caminamos, creyendo que ese es el sendero adecuado, pero nos damos cuenta de que estamos en lo mismo, una y otra vez. Aquí es donde entra en juego la voz. En este caso la de Juan. Por encomienda del Señor, es el que nos señala el camino, por dónde ir para obtener la salvación. De nosotros depende. O nos soltamos de la pared y dejamos los pasadizos que creemos controlar, o nos quedamos en ese encierro para siempre. Este evangelio es el de la esperanza, pero también el de la conversión, el del cambio. Es necesario, si queremos algo mejor, que aprendamos a confiar en eso que se nos anuncia.

Cada uno sabe en qué laberinto está metido. Algunos son fáciles de recorrer y se sale de ellos sin problemas, pero otros se hacen demasiado escabrosos e intrincados. Hay una voz, hoy la de Juan, también la de Dios, que nos señala el recorrido hacia la liberación. Esa voz se hace más patente a medida que nos acercamos a la Noche Buena. Está en nuestras manos el seguir enredados en nuestros asuntos o caminar hacia una luz nueva y renovada, como la del Niño Dios. Cambiar el rumbo y llegar a salir, a la claridad, es más fácil una vez que estamos decididos y escuchamos con atención.

¿Qué hacemos? ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Continuamos pegados a la pared que nos promete salvación o nos soltamos y nos entregamos a la voz que anuncia un camino nuevo, diferente?

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