Mateo 22, 34-40
Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron con Él, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley? » Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».
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«El niño con el pijama de rayas», es una novela escrita por el irlandés John Boyne. La historia nos cuenta acerca de un niño de nueve años llamado Bruno. Él es hijo de un nazi que es enviado, como comandante, al campo de concentración de Auswitch, entonces la familia debe mudarse a dicho sitio. Aquél pequeño se siente solo y aburrido en el nuevo lugar donde vive, no hay nadie con quien pueda jugar y sólo ve soldados por todas partes. Pero Bruno, en su curiosidad, descubre que, más allá del jardín de su casa, hay una valla de alambre. Y detrás de esa valla se encuentra con un niño, vestido de igual forma que el resto de la gente del otro lado: Todos —según él— con el mismo pijama de rayas. Bruno y aquél chiquillo del otro lado de la alambrada, finalmente, entablan una amistad.
Este es el argumento de una historia inventada, pero que, teniendo en cuenta el evangelio de hoy, nos pone ante la disyuntiva de qué es lo que quiere Dios y qué es lo que queremos nosotros.
Jesús es cuestionado nuevamente por los fariseos. Esta vez quieren saber qué dice el Nazareno acerca de lo que manda Dios. Cristo, como buen judío, recita dos partes del Antiguo Testamento. El Deuteronomio que dice: «Escucha Israel, amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4-10). Y el Levítico que prescribe: «No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19, 18). Pero no está haciendo una enumeración, sino que está poniendo a la misma altura ambos mandatos. Dice que el segundo es parecido, semejante, al primero. Y me gusta pensar que, tal vez, deberíamos, confundirlos, porque así se comprende mejor qué quiere Dios y quién es él.
Todos, con verdad, decimos que conocemos el mensaje de Jesús. Un poco más, un poco menos, pero lo básico —afirmamos— lo sabemos. Sin embargo, lo que más nos sigue pesando, a la hora de vivir nuestra fe, nuestra unión con Dios, es el esquema del Antiguo Testamento. Nuestra forma religiosa de vivir sigue más unida a los diez mandamientos que a la nueva y revolucionaria propuesta de Cristo. Es la lista de mandatos la que pesamos en nuestro ser y no prestamos atención a lo más importante. Por ejemplo, en muchas ocasiones no estamos con la conciencia tranquila porque hemos faltado a misa -asociado a «santificar las fiestas»-, pero poco nos quita el sueño si, de verdad, no hemos amado a Dios. O será que tal vez pensamos que lo amamos, porque hemos cumplido con el precepto dominical.
Dice el mismo Jesús, en el Evangelio de hoy, que esta prescripción doble de amor supera a toda la ley y los profetas. Aquí está entonces la gran diferencia y la gran novedad del Mesías, con respecto a la antigua ley. Pero a pesar de ser muy claro, desde los apóstoles hasta hoy, me parece, aún seguimos en aquél esquema anterior que da tranquilidad de conciencia si se vive en la perfección de la norma antes que en la perfección del amor.
Qué es amar a Dios y al prójimo, seguramente, lo podremos entender con la propuesta de san Agustín, que dice: «Ama y haz lo que quieras; si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Existe dentro de ti la raíz del amor; de dicha raíz no puede brotar sino el bien». Y si queremos ponerlo en comparación al decálogo mosaico, deberíamos decir que, si se ama de verdad, entonces no se deshonra al padre o a la madre, no se mata, no se miente, no se roba. Vivir con la propuesta de Jesús exige una profundidad mucho mayor en el discernimiento de nuestros actos y decisiones.
Lo que pasa es que, tal vez más en esta época, hemos llegado a confundir el amor, que es y lo envuelve todo, con algunos aspectos o manifestaciones de ese amor. Es hora de pensar que, cuando hablamos de amor, estamos más allá del enamoramiento, del amor de padres a hijos, o del amor entre amigos. Esto tiene que ver con todo lo que es nuestra vida, incluso con aquello que no nos gusta.
Antes les recordaba la novela de Boyle y el niño que, sin tener los prejuicios ni el conocimiento del odio de los adultos, es capaz de vencer fronteras, alambradas, y encontrarse con «el otro». Lo acepta, en su inocencia, tal como es, no le importa si es judío o preso. Ve al otro pibe como uno igual que él. Y esto es lo que le pasa a Jesús con nosotros. Para él somos valiosos, como somos. Así nos ama y quiere hacerse uno con nosotros, quiere vestir el mismo pijama de rayas que a veces llevamos puesto, aunque no nos demos cuenta.
Entonces, el paradigma donde tenemos que mirar, para vivir según el mensaje y la propuesta de Jesús, es su misma vida. Él no sólo nos dice el modo en que Dios nos pide que vivamos, sino que lo encarnó. Tenemos que amarnos hasta el punto de amar como el mismo Cristo nos amó. Es que el amor, bien entendido, es la capacidad de donación de sí mismo, sin esperar nada a cambio. Y cuando decimos nada, es nada. Así ama Dios. Y claro que llegar a un nivel de entrega de este tipo no es fácil, además de que no se da de una vez para siempre, sino que es progresivo. Por lo tanto, debemos crecer en el amor. Y creo que todo esto es posible, especialmente, cuando Dios habita en nosotros.
¿Por dónde empezar? Hay que hacerlo por lo más concreto que tenemos: Amar al prójimo como a uno mismo. Ahí, seguro, no nos equivocamos y sin duda, al mismo tiempo, estamos amando a Dios.
Hay que saber, que las vallas que nos impiden llegar al otro, las ponemos nosotros, las personas, no Dios.