Juan 3, 14-21
Dijo Jesús: De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en Él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no es condenado, el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.
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Una de las pasiones que tengo es escribir. Se puede ser mejor o peor escritor, eso depende del talento de cada uno y de lo que, según nuestra creencia, Dios nos haya regalado. Pero, me atrevo a afirmar que tanto escritores buenos y malos llevan algo en común: Quieren contar algo. Una idea, un cuento, una vivencia, una verdad, una mentira. Cada cual decide qué y cómo va a narrar su historia. Y, bien podemos pensar que la vida, sin ser escritores exactamente, es como escribir un libro. Y el evangelio de hoy es eso: Una propuesta literaria.
Desde que tengo uso de razón religiosa, me fueron enseñando quién era Dios y a qué se dedicaba, lo bueno que era y el gran trabajo que había tenido, al principio, para construir todo este mundo en el que vivimos. Después vino la complicación –en cuanto a comprensión intelectual– porque eso de que el Padre enviara a su Hijo al mundo para que muriera y resucitara, para un niño de nueve o diez años, no era fácil de asimilar, aunque me aprendí de memoria la lección para pasar y poder hacer la primera comunión. Estábamos, mis compañeros y yo, felices, porque así éramos salvados.
Pero quedó, en el trasfondo –hoy a veces sigue apareciendo así– esa imagen de Dios decidiendo si te vas al cielo o el infierno. Por supuesto que sabemos que esa sentencia es a consecuencia de nuestros actos, pero es él quien decide. No hay otra. Y esto, a lo mejor a ustedes también les pasa, genera, de un modo casi inconsciente, un cierto traslado de responsabilidad, es decir: «La culpa, de que me vaya o no al infierno es de Dios. Aquí, el que tiene la última palabra es él, y no hay vuelta de hoja. Nosotros pobres corderitos, aceptamos la decisión del Todopoderoso».
No digo que le estemos echando la culpa a Dios, simplemente comento lo que podría pasarnos, casi sin querer. Y fundamento este razonamiento en que, por ejemplo, cuando suceden cosas, buenas o malas, pero especialmente las dolorosas, rápidamente decimos: «Dios lo ha permitido», o, «Es la voluntad de Dios». Tal vez hacemos esto a raíz de querer encontrar una respuesta a lo que nos cuesta comprender. Y, a veces también sucede, le pedimos explicaciones al mismo Señor: «¿Por qué has dejado que pase esto?» Y concluimos, con rabia, bronca y frustración: «Me esfuerzo por ser una persona buena, vengo a misa todos los domingos, no le hago mal a nadie, y mirá cómo me paga Dios». Entonces, al menos uno de los culpables termina siendo el Señor. Es así que, en buena lógica, si Dios es responsable de lo que nos va sucediendo, por qué no va a serlo al final, cuando nos den estancia definitiva, arriba o abajo. Aquí, no podemos pasarlo por alto, hacemos la salvedad: La misericordia de Dios es infinita y todo puede cambiar, aunque nuestros cálculos pretendan ser muy exactos y justos.
Al final, para nosotros, ¿Quién termina siendo el responsable de nuestros males y bienes?
El evangelio me hizo pensar en todo esto. Y, si me permiten, siguiendo con la idea de que somos escritores, el evangelio de Juan no puede ser más claro. Jesús no vino a condenar al mundo, sino a salvarlo. Hay una propuesta clara de querer darnos la mayor felicidad que podamos imaginar. Depende de nosotros. Somos los únicos responsables. Los que aceptamos, o rechazamos, la propuesta del Señor. La historia que escribimos es una decisión libre de cada uno. Y, cuando nos presentamos delante de Dios, entregamos el libro que hemos escrito y él lo lee. Es así que, al llegar al capítulo final, se encuentra con el desenlace de lo que contamos. Ahí está nuestra salvación o nuestra condena.
El libro, si me permiten seguir con el símil, se puede escribir con fe o sin ella. Esa es la clave de nuestra salvación. Repasemos la palabra de Dios. Vemos que tres veces de forma directa, más una de forma indirecta, nos repite: El que cree se salva. El que tiene fe en Jesús, que es elevado en la cruz, ese obtiene el cielo. No hay más complicaciones. Y tener fe no es un cerrar los ojos y hacer fuerzas en nuestro interior, pensando en Dios, para concluir, sí, creo en él. Tampoco es solamente una sensación linda en el alma que hace que queramos comernos los santos. Menos aún es una búsqueda continua de pruebas para ver si soy capaz de soportarlas, para concluir que tengo fe. Tener fe es tener esperanza, tranquilidad en Dios, confianza en él y, según nos cuenta el evangelio, abocarnos a las obras de la luz, de la verdad, del bien.
Ya podemos pregonar a los cuatro vientos que somos personas de fe, pero si nuestra vida dice lo contrario, según nuestra forma de vivir, de nada sirve. Es así que, en principio, los únicos responsables de ganarse o no el cielo, somos nosotros mismos. Eso –decimos– ya lo sabemos, pero a veces se nos olvida un poco. El que elige creer en Jesús y su salvación de cruz, ese es curado, sanado, llevado al lado del Padre. Por el contrario, si no tenemos una decisión clara de creer en él, nos iremos a las tinieblas, porque ahí es donde nos hemos acostumbrado a vivir.
Por supuesto que, en todo, como buenos escritores que somos o podemos ser, hace falta la musa inspiradora que, en nuestro caso, es la Gracia de Dios. Ella sabrá iluminarnos y guiarnos para ser verdaderos hijos de la Luz. No todo depende de nuestra voluntad y fuerzas, sino también de Dios y de cómo nos sostiene.
Caben aquí las preguntas, para la reflexión personal: ¿Mi vida, se desarrolla más bajo la luz, en la verdad, o en la oscuridad y el engaño? ¿Qué historia estoy escribiendo? ¿Qué desenlace encontraría Dios, hoy, al leer nuestro libro?
Esta cuaresma es buen tiempo para revisar nuestra fe, nuestras obras de luz u oscuridad y, sobre todo, verificar si realmente creemos en Jesús y su salvación.