Ciclo B – Domingo V de Cuaresma
Juan 12, 20-33
Había unos griegos que habían subido a Jerusalén para adorar a Dios durante la fiesta de la Pascua. Éstos se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. Él les respondió: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que caen en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde Yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma está ahora turbada. ¿Y qué diré: “Padre, líbrame de esta hora?” ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!»
Entonces se oyó una voz del cielo: «Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar». La multitud, que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: «Le ha hablado un ángel». Jesús respondió: «Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes. Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera: y cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».
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Una de las cosas que más me ha llamado la atención, después de leer este evangelio, fue la de pensar cómo se entenderían entre griegos y judíos, además de tener en cuenta que muchos hablarían solamente arameo o hebreo. Que se presenten estos señores de Grecia y le digan a los discípulos de Jesús que quieren hablar con él, tiene que haber sido en una lengua común que, según los estudios que hay, habrá sido el latín o el mismo griego. En nuestros días, el idioma nexo, creo no equivocarme, es el inglés, que nos abre puertas en casi todo el mundo. En aquél momento, en última instancia, si no se entendían, lo habrán hecho por señas. Pero lo que sí me atrevo a afirmar es que Jesús habló en su idioma y algunos lo entendieron y otros, seguramente, no. Este evangelio, por fin lo hemos encontrado, nos revela el idioma que Jesús utilizó durante su vida, especialmente en su vida pública. ¿Hablaba en arameo, la lengua popular y familiar del lugar? Sí, y no.
En nuestro caso, también hablamos una lengua y, en esa misma, nos dirigimos a Dios. De hecho, cuando después del Concilio Vaticano II se permitió le culto, los ritos y celebración de la Eucaristía en le lengua vernácula, todos saltaron de alegría y dijeron: “¡Qué bien! Ahora los pueblos van a poder entender más y mejor lo que están haciendo”. Sin duda, un avance para todos los católicos. Es así que nosotros le hablamos a Dios y él nos responde, como a la multitud del evangelio, en su idioma. Pero, ¿Cómo se entiende esto? ¿Acaso vamos a tener que imaginarnos las respuestas de Dios en arameo? Lo que me faltaba –podría decir alguien– además de no poder saber bien lo que Dios quiere de mí, ¿Voy a tener que intentar comprenderlo en otra lengua distinta a la mí? Sí, y no.
Hasta aquí, ya tenemos dos afirmaciones, que pueden unirse perfectamente, y que nos llevan a descubrir la revelación de la palabra de Dios de este domingo: El idioma de Dios.
El lenguaje que tenemos que aprender para comprender mejor a nuestro salvador, se revela en lo que Jesús dice. Él comienza diciendo que ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado, y eso significa que se va a manifestar la esencia más clara y pura del ser de Dios. A continuación habla del grano de trigo que debe morir. ¿Qué pasó? ¿Salta de un tema a otro? No. Está hablando de lo mismo. Ahí está, prácticamente, toda la respuesta que la multitud necesitaba, y que nosotros también precisamos. No nos hace falta nada más. Ese es su idioma. Y, si de verdad logramos entender esto, en lo más profundo de su significado, entonces seguro que el resto es mucho más fácil.
Hablar de que el Hijo del hombre debe ser glorificado es hablar de su muerte y entrega por todo nosotros. Es presentar el discurso de la cruz, no por muchos entendido. Es comprender que Cristo es el grano de trigo que debe morir para dar fruto. Y para eso hace falta no estar apegados a la vida, sino ser capaces de entregarla, como él lo hace. Ese es el idioma de Dios, la lengua que él entiende, su manifestación gloriosa anunciada. Y, seguramente, es lo que debemos aprender nosotros. Porque el que de verdad entiende que hay que darlo todo, por amor, como Dios hizo y lo sigue haciendo, entonces cambia, se convierte, se transforma. Nada de preocuparse si es en arameo, hebreo, latín o griego. El lenguaje es universal y es el de darlo todo por amor. Esa es la esencia de Dios: Entregar la vida por los demás.
Ahora cabe la reflexión más personalizada y preguntarnos: ¿Comprendemos la respuesta de Jesús? ¿Cuántas veces hemos hablado el mismo idioma de Dios? ¿Somos capaces de morir por amor? Y aquí, convengamos, no me refiero a historias como las de Romeo y Julieta que mueren de amor (o de idiotez), me refiero a la vivencia del amor en su más profunda expresión. Esa que nos lleva a darlo todo, absolutamente todo por el otro, que en definitiva es por Dios.
A los griegos, probablemente, esto los dejaría un poco confundidos. Y nosotros, puede ser que lo tomemos con pinzas. “Sí, está bien –decimos– es verdad que hay que imitar a Jesús, pero tengo toda una vida por delante, cómo no voy a disfrutar de ella un poco”. Será por eso que cada vez hay menos vocaciones religiosas y sacerdotales. Esa llamada que hace que quieras ser servidor de Cristo, como los que menciona el evangelio de hoy. Y para serlo, hay que seguirlo. No a la distancia, sino bien de cerca. Lo cual implica hablar el mismo idioma que el de Dios, el de la cruz y la Resurrección. Es verdad que no todos son llamados a este servicio. Hay otros que son igualmente buenos y santos, pero para nada pensemos que el pobre que se hace cura o monja deja de disfrutar de la vida. Aquí cabría preguntarse qué entendemos cuando decimos disfrutar la vida. Aunque también, añadimos, que no debemos creer que los que se consagran son unos héroes, súper hombres y mujeres, perfectos, que ya tienen ganado el cielo. Nada más lejos de la verdad. Probablemente sean personas que confían más en lo que la Gracia de Dios puede hacer en ellos que en sus propias fuerzas.
Esta es la respuesta que da Dios. Hay que morir para vivir. Lo que él mismo hace. Esa es su esencia, y esa es su gloria. Esa es la verdad. Su verdad, que puede ser nuestra: Morir por amor.
Y cuando aprendemos bien este idioma divino, entonces todo se transforma y, probablemente, nos pasará igual que a Jesús. Si Cristo se expresa de esta forma, en su dialecto innato, y atrae a todos hacia él, nosotros, si hablamos su misma lengua, atraeremos a todos hacia Dios.
Hay que morir para dar fruto. Entonces somos fecundos, como Jesús.