Ciclo C – Domingo XII Tiempo Ordinario
Lucas 9, 18-24
Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con Él, les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy Yo? » Ellos le respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Ellas; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado». «Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy Yo? » Pedro, tomando la palabra, respondió: «Tú eres el Mesías de Dios». Y Él les ordenó terminantemente que no lo anunciaran a nadie, diciéndoles: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día».
Después dijo a todos: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la salvará».
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Creemos entender quién es el Mesías. Incluso decimos que somos capaces de definirlo teológicamente, pero a veces tengo la impresión de que todavía nos parecemos a aquellos apóstoles. La respuesta ante la pregunta de Jesús, me parece que sigue sin ser precisa, en muchos casos.
Si bien Pedro es el iluminado en responder, nos surge un cuestionamiento: ¿Por qué Jesús les prohibe decirlo abiertamente?
Para aquellos hombres, hijos de su tiempo y circunstancias, el Mesías tenía que ver con el que venía a liberar al pueblo. Una liberación política, religiosa y económica. Y, tal vez por esta razón Jesús les prohibe que hablen del tema, para que no anuncien un mesías equivocado. Y es que, para nada podemos pensar que aquellas personas, al decir Mesías, tenían el mismo concepto que hoy podemos afirmar. Por eso mismo, cuando muere Jesús en la cruz, hasta la experiencia de la resurrección, todo parecía un fracaso. Ningún pueblo había sido liberado y el que parecía traer la liberación, estaba muerto. Luego sí, con Jesús resucitado, hay una comprensión mayor de quién verdaderamente el Nazareno.
Esta pregunta también es para nosotros. Y para nada podemos pensar en que hay que repetir una definición hecha, o ir corriendo al catecismo a ver qué encontramos. Y claro que podríamos dar una respuesta simple y clara, sin equivocaciones, pero sólo sabremos que es correcto lo que afirmamos cuando de verdad hayamos hecho la experiencia de los apóstoles. Y eso significa haber experimentado la Pascua, es decir, a Jesús resucitado. Cuestión que se da, o debería darse, interiormente en cada cristiano. Porque es eso lo que transforma la vida y lo que nos hace pensar que es posible el “niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme”. Porque cuando vivenciamos a Dios realmente, no hay otro interés que poder llegar, alcanzar, la Vida plena, como la de Jesús, a quién no le importó entregar su vida, porque lo hizo convencido del Amor del Padre y al prójimo.
Hacer la experiencia del encuentro con Jesús resucitado nos lleva a olvidarnos de nosotros mismos, para poder entregar la vida por otros. Y eso se vive, o se puede vivir, en el día a día, cuando buscamos el bien del que tenemos a nuestro lado, cuando somos capaces de perdonar, incluso a nuestros enemigos o al que nos hace daño, cuando no se busca el propio interés, sino el de todos o el que nos lleva mejor hacia Dios.
¿Quién es Jesús para nosotros? ¿Sólo es aquél a quien recurrimos cuando tenemos una necesidad? ¿Acaso es el que le da sentido a mi vida y, por tanto, no me importa dejar lo que sea, con tal de no perder ese norte divino?