Marcos 16, 1-8
Pasado el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron perfumes para ungir el cuerpo de Jesús. A la madrugada del primer día de la semana, cuando salía el sol, fueron al sepulcro.
Y decían entre ellas: «¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» Pero al mirar, vieron que la piedra había sido corrida; era una piedra muy grande.
Al entrar al sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca. Ellas quedaron sorprendidas, pero él les dijo: «No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto. Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que Él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como Él se lo había dicho».
Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo.
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Si alguien le contara la historia de la vida de Jesús, a una persona que desconociera por completo quién era él, tal vez concluiría que se trata de un relato fantástico. Y esto, porque se cumplen las características de este tipo de literatura: Todo se desarrolla en un marco verdadero (en tiempos del Gobernador Pilato), suceden hechos que pueden ser calificados como ilógicos (los que alaban a Jesús como Rey, luego piden que lo crucifiquen), los personajes pasan por el miedo, la duda, el asombro, la incertidumbre (es lo que viven las mujeres del evangelio de hoy, y el resto de los apóstoles), y suceden cosas sobrenaturales (la Resurrección de Cristo). Entonces pienso, a nosotros, ¿Quién o qué nos asegura que todo esto fue verdad?
En nuestro caso, nos han contado acerca de quién es Dios y de cómo su hijo murió y resucitó para darnos una vida nueva, libre de pecado y de toda esclavitud. Y hemos creído. Por supuesto que después, con los años, fuimos reafirmando eso que le llamamos fe y no nos quedan dudas de que verdaderamente Jesús resucitó de entre los muertos. ¿O sí?
Y hoy, nos encontramos con los protagonistas principales, esos que dan testimonio de cómo sucedieron las cosas, a los que nosotros damos crédito y tenemos como verdaderos. Pero al mismo tiempo, y viendo lo que sucede en nuestra época, a veces me veo envuelto en muchas dudas porque, y sólo hablando de cristianos, descubro que no son pocos los que ponen en tela de juicio todo lo que, desde nuestra fe, afirmamos como verdad. Se pone en duda todo esto cuando decimos que creemos en Dios, pero al que primero ponemos en un pedestal es a nuestro propio ego, afirmamos que confiamos en el Señor, pero, por las dudas, a modo de chiste, me fijo lo que dice mi horóscopo o la carta astral. Estamos convencidos de que hay que honrar padre y madre, pero decimos que estamos hartos de ellos. Aseguramos que no hay que matar y, empezando por la indiferencia y a veces hasta derramar sangre, nos convertimos en perfectos asesinos. Juramos que Dios lo es todo para nosotros y nuestra mayor y única felicidad, pero en cuanto nos falta un mango ya no podemos dormir. ¿Y así decimos que Cristo ha resucitado? ¿Hace falta que nos encontremos a un hombre sentado, con vestiduras blancas, que nos diga que el sepulcro está vacío y que Jesús está vivo, para creer y vivir según nuestra fe?
No se preocupen, no hay que hacer ningún desagravio, ni empezar a golpearnos el pecho. Tampoco esto es motivo de molestia alguna, sino todo lo contrario. Porque lo fantástico de esta historia de la salvación es que no es sólo un recuerdo que hacemos, sino que, si queremos, podemos ser protagonistas del final de la historia. Es que creo que este gran relato salvífico tiene un final abierto. Es decir, deja la posibilidad de que esto tenga tantos finales como vidas existan.
El último capítulo escrito, el que nos han contado, nos dice que Jesucristo nos ha ganado la salvación y hemos quedado convencidos de que realmente sucedió así, como los apóstoles y aquellas mujeres que visitan el sepulcro vacío. Primero le tocó a aquellos seguidores del nazareno, que fueron a Galilea a encontrarse con el Resucitado y luego salieron a encarnar aquello que el Mesías les enseñó. Ahora nos toca a nosotros y podemos protagonizar varios capítulos más, con muchos finales posibles. De nosotros depende la creencia y aceptación de Jesús resucitado, por parte de los que vienen por detrás y a quienes les contamos esta historia y esta verdad.
Entonces, si creemos que él está vivo, empecemos a vivir esa alegría, sigamos rompiendo esquemas y moldes, porque no encajamos en vidas tristes y aburridas, desahuciadas y llenas de mal y de rencor. No estamos para hacer papeles de personajes mentirosos, deshonestos, ladrones y asesinos. Estamos hechos para encarnar la verdad, dando vida a la transparencia y la honestidad, salvando vidas, socorriendo a los más necesitados, lavando los pies a todo el que lo necesite. Esto es vivir como el Resucitado en quien creemos y de quien estamos convencidos que nos salva la vida. Entonces, nuestra existencia tendrá que ver más con la abnegación, la alegría, la dulzura, la humildad, la tolerancia, la amabilidad, el desapego, la pureza, la misericordia, el bien, la valentía, la entrega, la solidaridad. Sólo si estamos dispuestos a intentar vivir de este modo, arriesgándolo todo por Dios, si es necesario, entonces podremos decir que hemos resucitado con Cristo.
Esta es nuestra época, así es que hagamos historia. La cambiemos por una mejor. La medida del amor –decía san Agustín– es el amor sin medida, como lo tuvo Cristo con nosotros. Él ha resucitado y somos nosotros los que tenemos que anunciarlo para que otros también puedan resucitar, como nosotros hoy.