- by diosytuadmin
Juan 20, 19-23
Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!». Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes». Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
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Hemos llegado al final de la Pascua y celebramos uno de los acontecimientos importantes en la vida de los cristianos. Hoy, con la venida del Espíritu Santo, nace la Iglesia, así que estamos de cumpleaños. Y es ese Espíritu el que sigue presente y dando vida a todo este mundo de seguidores de Cristo. Y esto, con la lectura del evangelio, me ha hecho pensar en Jesús como si fuera una gran planta, o un árbol. Por supuesto que esta comparación la hago con todo respeto, y sin pretender imaginar a Cristo de color verde, con tallos, hojas y flores, pero para la reflexión de este día, creo que lo podríamos visualizar de esta manera.
Si hablamos de plantas, o árboles, sabemos lo necesarios que son. Gracias a la fotosíntesis que hacen tenemos el oxígeno para vivir. De ahí la importancia de cuidar la naturaleza, porque en definitiva es cuidarnos a nosotros mismos. Dicen: Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija. Y si no tenemos árbol, nos quedamos sin sombra, y sin oxígeno, que es peor. Por estos, y algunos argumentos más que compartiré con ustedes, creo que Jesús fue la planta, o el árbol perfecto.
Si me permiten seguir con el símil, en aquél momento para los discípulos y hoy también para nosotros, Jesús hizo la mayor e inigualable fotosíntesis, que jamás hayamos imaginado. Tomó todo aquello nocivo para el hombre, como el pecado y la muerte -el dióxido de carbono- que, junto al agua y a la luz de su divinidad, transformó en oxígeno y vida para la humanidad. Pensemos, por qué no, que el Espíritu Santo es ese oxígeno que Jesús nos dio para que podamos respirar. Es ese aire que insufla en sus discípulos y que hoy vuelve a hacerlo sobre nosotros. Y si nos queremos beneficiar de esto, tenemos que aspirar profundo, a ver si con este nuevo aire en los pulmones somos capaces de dar los frutos esperados.
El que tenga Espíritu Santo podrá, aunque hable en otra lengua, hacer entender a cualquier persona las maravillas de Dios. Por lo tanto, dejará de haber tantos malos entendidos en la humanidad, en nuestra sociedad, o en nuestra casa. Respirar este oxígeno hace que nos volvamos más de Dios y, por consiguiente, los frutos de este espíritu se harán vida en nosotros.
Podremos decir que somos sabios, porque nuestros juicios no serán más de los que destruyen y condenan, sino aquellos que llevan la medida y mirada de Dios. El que tiene Espíritu Santo es capaz de juzgar con misericordia, como lo hace el Señor con nosotros. Así trataremos mejor al que tenemos a nuestro lado. Basta de ser tan criticones. No somos perfectos. ¿Por qué tanto empeño en mirar las deficiencias de los demás? Este oxígeno de Dios es el que nos da la Sabiduría de Dios.
El que respira este oxígeno entiende mejor la palabra de Dios. Es capaz de profundizar en la verdad revelada. Decía san Agustín: «En el hombre interior reside la verdad», y ahí se llega con una buena bocanada de aire divino. Si queremos saber qué quiere Dios de nosotros tenemos que respirar a diario este Espíritu.
Por fin se disiparán las dudas de qué hacer, cómo y cuándo, porque encontraremos el consejo adecuado para resolver nuestros problemas, sobre todo aquellos que nos generan incertidumbre. ¿Qué es lícito? ¿Qué está permitido y qué no? ¿Transo no transo? ¿Qué me conviene más? Esto nos hace maduros y adultos en la fe, y viviremos con una libertad interior grandísima, porque sabremos qué es lo más conveniente y bueno para nosotros, sin tener que recurrir tanto al manual de moral cristiana, a ver qué dice el catálogo de pecados.
Sabemos que en la vida no todo es color de rosa y las fuerzas decaen y queremos tirar la toalla en más de una ocasión. Pero con este nuevo aire tendremos la fortaleza necesaria para no claudicar. Cuántas veces decimos que Dios nos ha dado una cruz demasiado grande, o pesada. Siempre la podremos llevar si respiramos este oxígeno nuevo. Además, las tentaciones, esas que tanto nos acosan y nos dan más de un quebradero de cabeza, no nos ganarán la pulseada: El Espíritu hace fuerza a nuestro favor. Tal vez dejemos de escuchar aquella expresión, muchas veces repetida en un confesionario: Padre, pido perdón, es que soy muy débil…
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!–Se lamentaba san Agustín–. Por fin había entendido lo magnífico de Dios. Pudo llegar a tener la ciencia suficiente, esa que hace palpar el amor infinito de Dios y suscita en nosotros un canto o un grito de alabanza y acción de gracias, por sentirnos tan dichosos. Así seremos capaces de descubrir, en los demás, la belleza de Dios presente en ellos. Cuántas veces nos hemos repetido que tenemos que ver a Cristo en el hermano. Eso es posible cuando respiramos el aire insuflado por Jesús.
¿Quién no ha deseado ser perdonado, después de reconocer el error? El único camino para poder hacer verdad lo que rezamos en el Padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden», se logra cuando se obtiene el don de la piedad. Si queremos misericordia, tenemos que ser misericordiosos. ¿Por qué somos tan miserables, agarrados y ruines con el perdón? Nos las queremos cobrar todas. Les aseguro que el que sabe perdonar vive más feliz. Entonces nos volvemos más mansos, no tan coléricos, podemos experimentar una ternura mucho más profunda, somos más comprensivos y tolerantes. Esto es posible si respiramos el mismo aire de Dios.
Y por fin, el temor de Dios. Cuando tenemos al Espíritu, bien dentro de nuestros pulmones, buscamos las mil maneras para evitar ofender al Señor, que también es buscar la forma mejor para no ofender a las personas. Ofender, degradar, menospreciar a alguien, es hacerlo con el mismo Dios. Y esto no ocurre cuando tenemos el Espíritu en nosotros. Tememos perder a Dios, tememos perder a nuestros hermanos, y eso ordena nuestra vida en bien de los demás.
Estos son los beneficios de este aire nuevo que nos trae la gran fotosíntesis de Dios. Jesús no es una planta, pero sí que purificó el aire, para que respiráramos algo nuevo y puro. Depende de nosotros, si nos quedamos encerrados en nuestro mundo lleno de smog o preferimos acercarnos a respirar este oxígeno reparador. Hay que pedir, con un corazón abierto, y esperar confiados una bocanada de aire fresco y santo, que seguro llegará a nuestra vida. Hoy vuelve a hacerse cierto lo que nos cuenta el evangelio: Sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo.