Legado

padre e hijo 2Mateo 28, 16-20
Después de la resurrección del Señor, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de Él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo les he mandado. Y Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo».
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«Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Unos de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.

Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.

—Pero papá —le dijo Josep, llorando—. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?

—Tonto —dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto—. Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles».

Este cuento de Eduardo Galeano, titulado «El origen del mundo», nos puede llevar el pensamiento en diferentes direcciones, desde terminar pensando como el hijo, Josep, que el viejo es un tozudo, hasta imaginarnos lo duro que debió ser la pos guerra Española. Pero relacionarlo con el evangelio parece más difícil, más aún cuando éste no habla de guerras, ni de anarquistas, aunque sí, a mi entender, habla de riqueza y herencia.

Hoy la Iglesia celebra la Ascensión del Señor (Jesús sube por sus propios medios al Padre) y el evangelio nos presenta dos realidades: La presencia del Resucitado que sube al cielo ante los discípulos y el mandato o misión que estos reciben de boca del mismo Cristo. Una imagen que nos pone en dos dimensiones: El cielo (hacia donde va Jesús y nosotros todavía no), y la tierra (donde nos quedamos, tal vez añorando aquél paraíso).

Mateo, el evangelista que relata este pasaje, quiere remarcar el misterio pascual, que es esa realidad divina que representa a Jesús resucitado, Jesús entre nosotros, Jesús hijo de Dios, Jesús en Dios y en nosotros. Y vivir como resucitados es tener una vida nueva, como la de Cristo, que nos hace vivir en Dios, y de esto se desprende la misión que tenemos. Me atrevo a decir que, aunque parecen momentos distintos, todo forma parte de una misma realidad, la de vivir como hijos de la Pascua de Jesús.

Es fácil de entender lo que Jesús quiere y pide: Hacer a todos, no sólo al pueblo elegido, discípulos suyos. Aquí tenemos que detenernos y pensar qué es lo que hemos aprendido de Dios y cuántos hemos hecho discípulos de Jesús. Y esto, cabe aclarar, dista enormemente de enseñar unas reglas y unos preceptos de la Iglesia y la religión. De hecho, recuerdo a un padre que comentaba: Yo ya cumplí, los mandé a mis hijos a la catequesis y aprendieron todo lo que la Iglesia manda y hay que saber. Ah, muy bien —le dije, y pregunté— ¿y qué aprendieron de Dios? No sé, supongo que la historia de la creación del mundo y de Jesús cuando vino a la tierra —afirmó, con algo de duda.

En buena ley y con muy buena intención, aquél buen hombre hizo lo que un buen cristiano debe hacer, educar a sus hijos en la fe. Sin embargo, creo que pudimos descubrir que no sólo basta con saber los dogmas y las oraciones principales. De hecho deberían ser las últimas cosas en conocerse. Lo primero, y diría único y fundamental, es aprender del amor de Dios. Y esto del mismo modo en que se aprende a leer y a escribir. A leer se aprender leyendo y a escribir escribiendo. Luego, a amar se aprende amando. Repetimos: A amar, se aprende amando.

Antes les traje un cuento de Eduardo Galeano, donde vemos a un obstinado padre que no quiere convencerse de lo que su hijo afirma, acerca de Dios y la creación del mundo. Pero el padre, a su modo, quiere convencer al hijo de lo que él piensa. Esta imagen nos dice que aquello de lo cual estamos convencidos es lo que transmitimos y lo que, de una u otra forma, pretendemos dejar como herencia. Lo que hace aquél padre ateo del cuento, es lo que hacemos nosotros también. De padres a hijos, entre amigos o hermanos, o incluso de hijos a padres, eso que tenemos y creemos es lo que terminamos dando. No podemos dar lo que no nos pertenece. Y si hablamos desde el plano de la fe, sólo si tenemos a Dios podremos darlo. Las teorías, los catecismos, están ahí, en los libros, pero a Dios no se lo puede enseñar en una sana teoría aprendida a fuerza de repeticiones memorísticas.

Jesús nos está diciendo, como se lo dijo a aquellos discípulos en aquél tiempo: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo les he mandado». Y bautizar no es sólo el rito que se hace en la Iglesia. Es hacer partícipes, a los que se bautizan, de la misma vida de Dios, la que nosotros hemos encontrado y que tenemos. Es como si nosotros tuviéramos una vela encendida y buscáramos encender la vela apagada de los bautizandos, para que ellos también tengan luz, que es signo de vida. Entonces sí que podremos decir: Qué me importa si lo bautizan con agua del Jordán, o si el padrino es el tío al que jamás vemos, pero que vive en Estados Unidos, en Paris, en Sudáfrica, en Escocia o Japón. Y qué me importa si no puedo hacer una fiesta para e invitar a un montón de gente. Lo que importa es que tengan el tesoro más grande: A Jesús resucitado.

Esto es lo que quiere Jesús: Que hagamos a todos parte de esta vida nueva, de resucitados, de esta alegría, a todos. Quiere que todos descubramos su amor. Y la mejor manera de hacer discípulos es viviendo su amor en nosotros. Es lo que tenemos que enseñar a los demás, lo que él nos enseño: Amar, que es perdonar setenta veces siete, poner la otra mejilla, amar al enemigo y a dar la vida por los demás. A amar se aprende amando.

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