- by diosytuadmin
Lucas 1, 39-45
Durante su embarazo, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».
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En la sección de neonatología, los dos, felices, comentaban e intentaban descubrir quién era cada uno de los que estaba al otro lado del cristal que enmarcaba la sala.
—¿Es ese de blanco? –preguntó Matías.
—Sí, creo que es ese –contestó Santiago.
—Aunque no estoy muy seguro –volvió a opinar Matías–. Mirando bien, ahora diría que es el que está al lado, el de celeste. Es que tiene un parecido muy grande con vos. Ya sé que es pronto para aventurar familiaridad en un rostro, pero ese de celeste es de nariz respingada, igual que la tuya.
—¡Ah, es verdad! Tal vez tienes razón –asintió Santiago–. ¿Y el tuyo?
—Es ese, el de la esquina –afirmó Matías–. Con solo ver lo inquieto que está, no me cabe duda de que es él. Es un rasgo, inconfundible, un sello familiar.
Matías y Santiago suspiraron y ambos empezaron a llorar, y sólo se calmaron cuando les dieron su biberón y sintieron una voz que los tranquilizaba; Santiago la del que vestía de celeste y Matías la del inquieto.
No podía menos que contarles un cuento, uno que apareció en mi cabeza no se bien cuándo, pero es lo que, si me permiten, tal vez nos pueda ayudar en la reflexión del evangelio de este domingo. En la palabra de Dios tenemos al escena de María que visita a Isabel. Ambas embarazadas y esperando, gozosas, después de que el Señor las bendijo con una vida en su seno. Me atrevo a decir que es un milagro lo que ocurrió en cada una de ellas. En Isabel porque a pesar de ser estéril, y de su vejez, espera dar a luz a Juan. En María porque va a ser la Madre de Dios. Y si imaginamos sus conversaciones, seguro que nos preguntamos qué charlarían estas dos mujeres, qué ilusiones tendrían sobre sus hijos y cómo se imaginarían que sería cada uno de ellos. Esto, me parece, no tiene mucho de diferente con lo que hoy pueda pensar, o soñar, una madre que espera dar a luz.
Y si especulamos acerca de lo que podrían comentar, tal vez no acertemos mucho, pero seguramente pensaron sobre el parecido de sus hijos. Al padre, a la madre, a los dos. Toda una incógnita. Aunque hay rasgos que no podemos negar, y que aparecen en el texto. Son los que Isabel posee y que, al mismo tiempo, reconoce en María. Aquí no hablamos de parecidos de ojos o nariz, sino de tres virtudes muy patentes, que están en las protagonistas de este pasaje: La fe, la humildad y estar llenas del Espíritu Santo.
La fe
Isabel le dice feliz a María porque ha creído lo que el Señor le anunció. Está claro que es un rasgo típico de la Madre de Jesús y, bien podríamos decir, una característica que no puede quedar fuera del hijo. A María, no cabe duda, se la reconoce como mujer de fe. Y, al mismo tiempo, Isabel también es tan creyente como María. Cree y acepta que la que ha llegado es la madre de su Señor, sin lugar a dudas. Isabel también se identifica por este rasgo. Juan no será diferente.
Humildad
En María la reconocemos porque, a pesar de que va a ser la Madre de Dios, es capaz de ir a visitar a su prima. No le importan los títulos. No se queda en su casa como una reina, esperando que le sirvan. Argumentos tenía, tal vez, para exigir un trato delicado y cómodo, por ser la Madre del Salvador, sin embargo va a servir y ayudar a Isabel. Y en Isabel también reconocemos esta virtud. Ella misma se pregunta: «¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?». Sabe a quién tiene delante y no se engríe por ello. No se siente más importante que María. Consecuentemente, los hijos deberían parecerse a ellas en esto también.
Llenas del Espíritu Santo
María lo recibió en el momento de la anunciación, Isabel en este encuentro que nos relata el evangelio. Ambas están llenas de Dios. Otro rasgo más que tienen en común y que las hace, podríamos decir, únicas. Sería lógico pensar que sus hijos también estarán llenos del Espíritu Santo.
Ahora bien, teniendo en cuenta estos tres elementos que caracterizan a estas madres, nos podríamos preguntar: Nosotros ¿A quién nos parecemos? También tenemos algo que ver con María e Isabel. Somos hijos de Dios, igual que ellas. Y si hablo de parecidos es porque a este evangelio lo tenemos que pensar según estas tres virtudes, y ver si son parte de lo que nos caracteriza como cristianos. Somos familia de Dios y si hay rasgos de él que se heredan estos no pueden faltar.
En el cuento del principio, son los bebés quienes están identificando a sus padres. Creen reconocerlos por algunos rasgos. Y esta imagen nos puede valer para esta Navidad, cada vez más patente, donde el Niño Dios se nos presenta. Viene de forma humilde, a pesar de ser Dios, él mismo es el objeto de fe y está lleno del Espíritu Santo. Entonces, cuando nazca, nos mirará y nos reconocerá, si es que tenemos un parecido con él, si es que somos personas de fe, humildes y llenas del Espíritu Santo.
Es bueno que en esta Navidad revisemos nuestros rasgos de Dios.