Ciclo C – Domingo II del Tiempo Ordinario
Juan 2, 1-11
Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino». Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía». Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que Él les diga». Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas». Y las llenaron hasta el borde. «Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete». Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y, como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: «Siempre se sirve primero el buen vino y, cuando todos han bebido bien, se trae el de calidad inferior. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento». Éste fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él.
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Mi hermano Pepe tuvo pasión por el teatro y actuaba en los conjuntos pueblerinos que se llamaban “Los treinta amigos unidos” y, cuando en el cine-teatro La Perla, se ponían en escena sainetes criollos, él siempre conseguía algún papel, por pequeño que fuese. En su cuarto tenía toda la colección de Bambalinas que se editaba en Buenos Aires con tapas de colores, donde además de esos sainetes se publicaban obras de Ibsen y una, que aún recuerdo, de Tolstoi. Toda esa colección fue devorada por mí antes de los doce años, marcando fuertemente mi vida, ya que siempre me apasionó el teatro, y aunque escribí varias obras, nunca salieron de mis cajones.
Este es un fragmento de “Antes del fin”, una obra de Ernesto Sábato. Y conocer la vida de este escritor, ensayista, físico y pintor argentino, escrita por su propia pluma, genera mucho más expectativa que si se tratara de la vida de cualquier otro personaje menos conocido. Pero además, lo interesante de todo esto, al menos así me ha parecido, es que nos puede ayudar a mirar con ojos nuevos el evangelio de hoy.
Juan nos trae un relato por todos conocido, el de las bodas de Caná. Donde tenemos presente, al menos, dos aspectos que siempre se nos ha recordado y subrayado: La intercesión de María ante Jesús, por los novios y la falta de vino, y esta situación que suscita el primero de los milagros del Hijo de Dios.
Nada tenemos que decir en contra de la intervención de la Virgen María. Siempre nos ha servido mucho este evangelio para poder hacer nuestra esta vía, por la cual obtener algo de Dios. En más de una ocasión hemos afirmado que hay que pedirle al Señor, por intercesión de su Madre. Y me atrevo a decir que suele dar buenos resultados. ¡Quién más que una madre puede velar por sus hijos!
Al mismo tiempo, valoramos la grandeza del milagro. Vemos cómo Jesús se hace cargo de la situación y, con generosidad, no sólo salva la fiesta, sino que da más que de sobra. ¡Seiscientos litros de buen vino alcanzan para una gran fiesta! Y lo mismo pasa con nosotros. Cuando Dios nos concede una gracia, si nos fijamos bien, siempre es con abundancia y generosidad. Podríamos decir que nos desborda, aunque no siempre sea tal y como lo hemos pensado y deseado. Jesús sabe cómo cuidarnos.
Pero también tenemos otro aspecto que no podemos dejar de lado. Para empezar citaría una parte del texto: “El encargado probó el agua cambiada en vino […] llamó al esposo y le dijo: «Siempre se sirve primero el buen vino […] Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento»”. Y recuerdo esta parte porque creo que también nos da una clave para nuestra vida cristiana y nuestra vida de fe. Sólo cuando el mayordomo prueba le agua se da cuenta de lo que vale y lo que es. Se sorprende, se rompen sus esquema, no es como lo esperaba o como siempre se había hecho. Diría que lo desconcierta por completo. Y lo mismo puede pasarnos a nosotros si probamos, si degustamos lo que Dios nos ofrece, si nos atrevemos a dejar que él entre en nuestras vidas.
Antes les leía un párrafo del libro de Sábato, especialmente porque nos dice lo siguiente: «Toda esa colección (la de Tolstoi) fue devorada por mí antes de los doce años, marcando fuertemente mi vida»; y es que lo mismo nos pasa a nosotros. Eso que asimilamos, eso nos va haciendo quienes somos. Y en materia de fe y religión pasa lo mismo. Si dejamos que Dios entre en nosotros, si somos capaces de beber del agua transformada en vino, eso mismo marcará fuertemente nuestras vidas. Lo mismo si dejamos que entre todo aquello que no es de Dios. También nos marcará fuertemente.
Aquí, el evangelio nos invita a que dejemos entrar al Señor en nuestra vidas y, desde el interior, sorprendernos, cambiar y romper nuestros esquemas, esos que siempre hemos hecho de una manera, para pasar a hacer del modo que Dios nos propone. Pero para que todo esto sea posible, hay un paso que es vital: Atrevernos, verdaderamente, a beber el agua cambiada en vino. Y sólo a partir de ahí podremos tener una nueva experiencia de Dios en nosotros, que es probar lo rico que sabe su amor.
Así, nuestras vidas, pasaran a estar fuertemente marcadas por el amor de Dios que nos hará caminar nuestra existencia desde el amor a las personas y al mismo Dios.
¿Por dónde empezar? Tal vez por el perdón y la reconciliación, que siempre abren puertas a nuevas posibilidades.