Ciclo A – Domingo XXV del Tiempo Ordinario
Mateo 20, 1-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: “Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido” Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: “¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?” Le respondieron: “Nadie nos ha contratado”. Él les dijo: “Id también vosotros a mi viña”.
Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: “Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros”. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Al recibirlo se pusieron a protestar contra el amo: “Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno”. Él replicó a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? ”. Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos».
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Eraclio Zepeda hizo el papel de Pancho Villa en México insurgente, la película de Paul Leduc, y lo hizo tan bien que desde entonces hay quien cree que Eraclio Zepeda es el nombre de Pancho Villa para trabajar en cine.
Estaban en plena filmación de esa película, en un pueblito cualquiera, y la gente participaba en todo lo que ocurría, de muy natural manera, sin que el director tuviera arte ni parte. Hacía medio siglo que Pancho Villa había muerto, pero a nadie le sorprendió que se apareciera por allí. Una noche, después de una intensa jornada de trabajo, unas cuantas mujeres se reunieron ante la casa donde Eraclio dormía, y le pidieron que intercediera por los presos. A la mañana siguiente, bien tempranito, él fue a hablar con el alcalde.
—Tenía que venir el general Villa, para que se hiciera justicia —comentó la gente.
Este es un cuento de Eduardo Galeano, escritor uruguayo, de su libro “El libro de los abrazos”. Nos puede parecer un relato anecdótico, o simplemente una historia curiosa, no sé si cierta, pero al menos nos sirve para admirarnos de lo que un buen actor pudiera lograr con sus artes interpretativas. ¿Pero qué tiene que ver con el evangelio de este domingo? Probablemente (al menos desde la propia reflexión) mucho más de lo que pensamos.
Tenemos a Mateo que nos cuenta acerca de los jornaleros a distintas horas del día. Y todos pagados del mismo modo. Algunos, como es lógico (y como tal vez lo haríamos cualquiera de nosotros), se quejan de la injusticia y desigualdad a la hora de ser recompensados por su esfuerzo. Ellos han trabajado mucho más y deberían recibir más de un denario. Y, a bote pronto, les daría la razón en su reclamo, aunque también está lo que el dueño del campo responde: «Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete». Y éste último lleva razón en su respuesta.
Nuestro sentido de la justicia puede parecerse al de Dios, el dueño del campo, pero esto sucede, me parece, cuando esa justicia se adecua a nuestra forma más corta y mezquina de pensar. Si nos beneficia, entonces hay justicia. Y a esto le sumamos nuestro modo de entender y relacionarnos con Dios: Le ofrecemos algo para que el Señor nos dé algo a cambio. Y claro que alguien se puede oponer a esta afirmación última, pero creo que la mayoría de los cristianos hemos aprendido un esquema de religión que tiene que ver con el Antiguo Testamento: El “do ut des”, “doy para que des”. Es que tendemos a hacer pactos o trueques con Dios. Le prometemos muchas cosas para que él nos conceda otras tantas. Y al final terminamos medio convencidos de que la cosa sólo funciona así. Tal vez ahí esté fundado el reclamo que Mateo refleja en su texto. Los de la primera hora de la mañana han dado un mayor esfuerzo, por lo tanto les corresponde un mayor salario.
Y si no sucede como creemos que debería ser, entonces Dios es injusto o estamos desamparados, porque no escucha nuestros ruegos. Sin embargo, él se mueve en otros términos. Parte de su generosidad y de su amor. Ama tanto e igual a los primeros que a los últimos, aunque esto a nosotros y a nuestro sentido justicia no le encaje bien.
Eduardo Galeano nos contaba aquella historia del actor y su interpretación de Pancho Villa, tan bien hecha que confundía a la gente. Y ésta reacciona y quiere volver a valerse del general Villa para obtener lo que entiende que merece y es justo. Y tal vez ahí nos pudiéramos ver reflejados nosotros cristianos. Porque nos gusta que todo, incluso lo que llamamos la voluntad de Dios se incline según nuestro parecer. Queremos que nuestra justicia sea la de Dios y nos cuesta entender, o nos sentimos desangelados cuando vemos que algunos “malos” también se llevan el cielo o el premio de Dios. Sentimos que no es justo que un zángano cualquiera, con sólo arrepentirse pueda obtener lo que nosotros, fieles seguidores de Cristo, hemos logrado a base de esfuerzo y sacrificio. Entonces necesitamos de un “Pancho Villa”, un intercesor, que le haga entender al “alcalde” que se equivoca al hacer lo que hace o a no darnos lo que queremos.
Así, visto el panorama, tal vez nos convendría fijarnos más en la actitud del dueño del viña y su forma de proceder. Para intentar comprender que no siempre nuestro equilibrio de las cosas y lo justo es igual a lo que Dios debe o debería pensar y hacer. Básicamente porque él parte de del amor y la misericordia y nuestra justicia muchas veces tiene el fundamente del rencor, el odio o la venganza.
Dios nos ama y perdona sin más. Claro ejemplo lo tenemos en Jesús que le dice al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso», tras la simple petición de aquél que moría a su lado en la cruz, diciendo: «Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
¿Qué tanto nos parecemos al Señor? ¿Qué tan generosos somos con unos y con otros? ¿Son el amor y la misericordia los que matizan nuestros juicios?