Ciclo C – Domingo IV del Tiempo Pascual
Juan 10, 27-30
Jesús dijo: Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y Yo somos una sola cosa.
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“El homo religiosus no es el hombre de Iglesia. Él es el hombre de la escucha y de la espera. Demuestra una capacidad infinita de espera de la manifestación del ser. No tiene otro Dios que el ser, que no sustituye con divinidades de segunda categoría como el coche, el frigorífico, la televisión o el ordenador.”
Este pensamiento es de Franco Ferrarotti, filósofo y sociólogo italiano, en un texto titulado “El Destino de la razón y las paradojas de lo sagrado”. Es bastante claro y directo en lo que afirma, como creo que lo es también el evangelio. Ciertamente, las afirmaciones de Jesús no dejan lugar a la duda. No dice cosas como “bueno, si escuchan mi voz, yo creo que tal vez no van a perecer”, o “es probable que obtengan la vida eterna, si es que oyen mi voz”. Él dice, claramente: «Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen.Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos». ¿Hace falta aclarar algo más o todavía seguimos dudando acerca de cómo obtener la Vida Eterna?
Pero resulta que la vida, para nosotros, no es tan blanco o negro. Tiene muchos matices y, ciertamente, aunque Jesús diga que “nadie las arrebatará de sus manos”, en más de una ocasión somos nosotros mismos los que soltamos esa mano y preferimos hacer caminos personales, distintos, con un sólo interés, el propio. Y este puede ser el punto de reflexión que más nos interese. ¿Dónde me encuentro? ¿A quién escucho en mi vida con más atención? ¿Tengo algún otro Dios que reemplace al Señor?
Cada uno puede pensar cuál es la situación personal. Descubrir, con sinceridad, dónde estamos situados, y si realmente nos sentimos parte de este rebaño de Dios, es algo que debemos hacer, si no siempre, de vez en cuando. Y en esto, hago eco de lo que dice Franco Ferrarotti: «El homo religiosus no es de Iglesia», pero no para terminar concluyendo que hay que abandonar la Iglesia, sino que no debemos confundir que por estar en la Iglesia eso ya nos hace religiosos o miembros seguros del rebaño de Dios. No basta con ser de iglesia, lo cual a veces se traduce en simple cumplimiento de distintas formas piadosas, preceptos y mandatos, sino que es necesario escuchar de verdad y saber esperar la manifestación de Dios en nuestras vidas. Aquí creo que podríamos preguntarnos: ¿Durante cuánto tiempo hacemos oídos sordos, sólo para escuchar a Dios?
Me atrevo a decir que nuestra calidad de hijos de Dios se mide en intimidad con el Padre, en tiempo de silencio, de oración y de lectura de la Palabra Sagrada. Y aquí hago una salvedad: Para conocer a Dios hay que leer su Palabra. Están bien todos esos libros espirituales que existen, pero no dejan de ser de “segunda categoría», y en nada superan a la Palabra del Señor. Y claro que muchos libros nos pueden ayudar a comprender mejor la Biblia, pero pensar que con leer, por ejemplo, “La oración de la rana” de Anthony de Mello es suficiente, nos puede dejar un poco huérfanos de verdad.
La intimidad con Dios se crea en el silencio, invirtiendo tiempo a solas con él, dejando de lado los ruidos que tenemos en la vida. Sabiendo que los peores de estos últimos son los del corazón. Cuando son muy fuertes ni siquiera podemos descansar en paz. Esa intimidad conlleva que Dios sabe absolutamente todo de nosotros, y nos acepta así. Entonces nos pastorea y busca llevarnos a mejores pastos, aunque nosotros, finalmente somos los que decidimos. porque a nada nos obliga el Señor.
Pero si falta dialogo, o el “estar a solas con quien sabemos nos ama”, —que dice Santa Teresa de Jesús— tal vez más fácilmente vengan los arrebatos. Es que si nos separamos de Jesús y no escuchamos su voz, entonces cualquiera puede arrancarnos de su lado.
¿Queremos la Vida Eterna? Seguro que la respuesta es sí. Entonces habrá que escuchar y esperar, pacientemente, hasta aprender a no confundir la voz del Señor con otras que aseguran felicidad, pero que no lo son.