Ciclo B – Domingo XXXI Tiempo Ordinario – Solemnidad de Todos los Santos
Mateo 4, 25—5, 12
Seguían a Jesús grandes multitudes, que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. Al ver la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a Él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices los afligidos, porque serán consolados. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron».
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Cuando escucho este evangelio (tal vez a ustedes les pasa lo mismo) lo primero en lo que pienso es en la “receta” que nos deja Jesús para ser felices. También creo que este es el camino para poder llegar al cielo, pero sobre todo creo que son los valores del Reino de Dios que, al ser sus hijos, no podemos ignorar. Y claro que también sabemos que vivir las Bienaventuranzas nos llevaría a lo que la gran mayoría de los cristianos aspiramos: Ser santos. Bueno, es probable que haya exagerado un poco, porque esto de ser santo, en la época que vivimos, está más cerca de ser una historia lejana o un cuento de fantasía, antes que una aspiración. Algo que hacía la gente de antes. Si hoy preguntamos al cristiano de a pie, aquellos que más bien se limitan a ser practicantes (eso quiere decir, para una gran mayoría, rezar e ir a misa. Punto.) el tema de la santidad queda reservado para las personas excepcionales, aquellas que, por ejemplo, han consagrado su vida a Dios, como la Madre Teresa de Calcuta, o algún Papa bueno, como Juan Pablo II, pero no para las personas comunes como nosotros. Tal vez sí podemos llegar a un elogio, por ejemplo cuando alguien se refiere a otra persona y lo cualifica como “un santo”, porque ven que es un ser humano generoso, bueno, amable, paciente.
Y nos estamos refiriendo a la santidad porque hoy, 1 de noviembre, celebramos la Solemnidad de Todos los Santos. Entonces ponemos la mirada en aquellos que son ejemplos de vida de fe. Tal vez alguno nos motive a un modo y estilo de vida, pero me atrevo a decir que los santos más bien han quedado reducidos a ser intercesores de nuestras peticiones. A Santa Rita se le pide lo imposible, a santa Lucía por problemas de vista, a san Cayetano para pedir trabajo, a san Expedito todo lo que se nos ocurra porque es muy milagroso, a Santa Mónica por los hijos, a san Antonio los novios, a San Benito que nos proteja de las tentaciones del demonio, a san Francisco caridad y humildad, a santa Inés que nos libre de las dudas, a santa María Goretti por un noviazgo santo, a san Luis que nos quite el mal de ojo, a san Ramón Nonato para quitar los dolores de parto, y así, un santo para cada necesidad. Entonces una pregunta que surge es: ¿Esa es la misión de los santos, interceder por nuestras peticiones y nada más? Alguno dirá que también son para que tomemos ejemplo de sus vidas, pero ¿lo hacemos?
Una frase que escuché hace tiempo, en una charla sobre filosofía y estudio de las religiones, es que “uno no puede mojarse con la palabra agua, sino que es la sustancia en sí misma la que nos moja”. Luego me dijeron que se había tomado esta idea de un libro de Alan Watts, filósofo británico, sacerdote anglicano y escritor. Y teniendo presente este pensamiento creo que hoy en día, la santidad, para una gran mayoría, se nos ha vuelto un concepto. Pero debemos ser conscientes de que aún sabiendo lo que significa, aún definiendo perfectamente lo que es un santo, eso no nos hace uno de ellos. Y justamente eso lo que Dios, finalmente, quiere de nosotros, que seamos santos. Y lo quiere porque venimos de él, y si venimos de él, en principio no podemos ser algo distinto a su esencia. Porque estamos hechos a su imagen y semejanza. Entonces, ¿qué hacemos con la santidad?
El problema de ser santo, o no serlo, creo que debe ser abordado como un problema de amnesia. Estoy convencido de que se nos ha olvidado de donde venimos y creemos que en realidad la santidad es algo a lo que tenemos que llegar y que nunca hemos conocido, porque siempre se nos ha dicho que somos esencialmente pecadores, que somos indignos, que no valemos nada y sólo la misericordia de Dios puede salvarnos. Y esto lo sabemos desde el Antiguo Testamento. Entonces viene Jesús y nos cuenta, pacientemente, quiénes son los santos, quiénes son los felices; lo que hemos escuchado hoy en el evangelio. Y nos lo dice para que sepamos el camino de regreso al lugar de donde venimos.
Pero saber y aprendernos de memoria lo que son las Bienaventuranzas no alcanza para llegar a Dios ni para ser santo. Como no nos sirve, para mojarnos, saber y repetir la palabra agua. Sólo el agua misma es la que puede empaparnos, no su concepto y lo mismo pasa con Dios: Sólo el contacto con él, con su Espíritu, es lo que nos va a dar la santidad.
Y cuando hablamos de ser santos, por favor, no llevemos el pensamiento a los altares, a los milagros que hay que hacer y a una vida excepcionalmente perfecta sin errores ni manchas, porque no sólo son santos aquellos reconocidos públicamente por las autoridades de la Iglesia, sino todo aquél capaz de amar como ama Dios.
Creo que la santidad comienza por una vida interior más unida al Espíritu. Y esto es lo que nos va a llevar a la perfección pedida por Jesús. Si seguimos leyendo el capítulo 5 de Mateo, el versículo final dice: «Por tanto, sean ustedes perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Y esa perfección se alcanza cuanto más unidos estemos a Dios. Porque al estar en contacto con él, no podemos menos que empaparnos de su esencia, y esto último es lo que hace falta para ser santos. Y veremos, reflejado en nuestros actos externos, si hay un crecimiento en esta dimensión interior y espiritual. Si tenemos a Dios dentro de nosotros, nuestros actos reflejarán lo que nos ha empapado el corazón.