Ciclo C – Domingo XXXIII Tiempo Ordinario
Lucas 21, 5-19
Como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: «De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido». Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder? » Jesús respondió: «Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: «Soy yo», y también: «El tiempo está cerca». No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin». Después les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí. Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque Yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir. Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvarán sus vidas»
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Qué bien nos vendría
un abrazo que nos acomode
un poco. Que nos haga ver
que no estamos tan solos.
Ni tan locos.
Ni tan rotos.
Estos versos tan simples y, tal vez, muy ciertos, creo que pueden ayudarnos a pensar en el evangelio de este domingo. Desconozco el autor de los mismos, pero no creo que hayan sido escritos para explicarnos los presagios catastróficos antes del fin, que leemos hoy en la Palabra de Dios, ni tampoco para reconfortarnos ante los augurios de persecución, a causa del nombre de Jesús.
Hoy, me parece que seguimos con una expectativa similar a la que se plantea en el evangelio. Nos gustaría saber cómo, dónde y cuándo ocurrirá todo aquello, para enterarnos de que el final está llegando. Aunque al mismo tiempo, en más de una ocasión, vivimos como si nada iría a terminar. Pero aquí lo que interesa no es saber cómo será el fin, sino cómo vivimos mientras vamos de camino al encuentro definitivo con Dios Padre.
Sin lugar a dudas, Jesús nos está proponiendo renovar nuestras expectativas y la valoración y concepción que tenemos de nuestra fe. Si antes se refirió al Templo de Jerusalén que, por bonito que era, terminaría destruyéndose, era porque aquellas personas estaban confundiendo lo accesorio con lo principal, ya que el templo no era Dios. Y ahora nos dice algo parecido. No podemos quedarnos en la superficie, o en la apariencia de nuestra fe y religión y pensar que ya tenemos al Señor.
Creer que, por cumplir con los preceptos de la Iglesia, como ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar, eso ya nos da a Dios y el cielo, estamos equivocados. Aunque debería decir que no es suficiente. Por supuesto que atender a los preceptos de la Iglesia está muy bien y no debemos olvidarlos ni dejarlos de lado, pero eso no abarca lo que significa ser cristianos e hijos de Dios. Es que, por ejemplo, en mi caso siendo sacerdote, si pienso que por usar perfectamente los colores litúrgicos, o por hacer bien la genuflexión, o hacer una cruz perfecta en el aire, al dar una bendición, sólo por eso ya soy un buen sacerdote, y por lo tanto un perfecto hijo de Dios, mejor que me olvide y me vaya a mi casa.
Hoy Cristo nos llama a ir más allá de la superficie. No es la hermosura del templo la que nos da a Dios, como no son los cumplimientos externos los que nos dan el cielo, sino la experiencia interior y el amor profundo a Dios lo que nos dará la vida eterna. Entonces seremos capaces de aguantar lo que sea con tal de no perder al Señor. Y así podremos decir que somos perseverantes y que damos testimonio de nuestro ser hijos de Dios, porque aunque no tengamos templo, ni normas ni preceptos, seremos capaces de seguir eligiendo al Señor.
A veces me pregunto: ¿Si no fuera obligatorio ir a misa, y mucho menos pecado, cuántos católicos asistirían el domingo a la Celebración Eucarística? ¿Por qué muchos jóvenes ni se plantean acerase a la Eucaristía como un lugar de encuentro personal con Jesús, aunque se dicen católicos? Tal vez porque únicamente se aprende que la religión y la fe son sinónimos de obligaciones y no de vida de Dios encarnada y compartida. Y se llega a la conclusión de que las cosas del Señor son una cuestión íntima (yo y Dios) y no una cuestión de unidad entre todos los creyentes.
Así es como retomo aquellos versos del inicio, porque a pesar del panorama que parece presentarse en la realidad actual, con respecto a nuestra fe, aún en estos tiempos tenemos que saber que no estamos locos, ni tan rotos, y que es posible seguir haciendo patente el amor y el reino de Dios entre nosotros. Hoy más que nunca, tal vez debemos dejar de lado las amenazas del castigo por no cumplir con las normas, para profundizar en la opción de amor que supone elegir a Dios en nuestras vidas. Nos hace falta un abrazo que nos reconforte para seguir adelante, porque aún nos toca seguir mantenido firme y en alto los valores predicados por Jesús y nuestra fe, a pesar de los golpes del mundo que nos quiere convencer de que Dios se ha pasado de moda.