Shakespeare

Mucho ruido y pocas nueces

Marcos 12, 28b-34
Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Cuál es el primero de los mandamientos?» Jesús respondió: «El primero es: «Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único. Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas». El segundo es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No hay otro mandamiento más grande que éstos».
El escriba le dijo: «Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que Él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios». Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios».Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas
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Apenas comenzado el acto II, escena III, de la comedia de William Shakespeare, «Mucho ruido y pocas neuces» (Much ado about nothing), Benedicto se queja de que Claudio hiciera las mismas cosas tontas que antes criticaba de los enamorados. Hace especial mención a los cambios, diametralmente opuestos, en el comportamiento del que ahora vive el amor. Y llama la atención la advertencia que él se hace a sí mismo: «¿Será posible que yo también me transforme, y vea de esa manera con estos ojos? No puedo asegurarlo. Pienso que no. No juraré, empero, que el amor no sea capaz de cambiarme en ostra; mas sí puedo hacer voto de que, mientras no me convierta en ostra, no hará de mí un necio semejante». Para él, es un idiota el que ahora sólo dedica su vida al amor. Típico comentario de muchos «machos» que después, una vez enamorados, no hay quién los reconozca. El amor los transforma, y de eso sabe mucho mi amigo Nico Iraira. Y traigo a colación esta referencia tan antigua y teatral como clásica, porque me parece que da una clave para reflexionar acerca del alcance del evangelio de hoy.

Jesús es cuestionado por un escriba acerca del primero de los mandamientos. Aquél responde y asegura que no hay mayor mandato que amar a Dios y al prójimo. El escriba asiente y añade que nada vale más que eso, ni siquiera los sacrificios ni los holocaustos, ofrecidos a Yahvé, pueden superar estos requerimientos. Cristo le asegura, al que acaba de hablar, que está cerca del Reino, del cielo, de la salvación, de Dios. Y nadie se atreve a añadir algo más. ¿Será que con esto ya estamos más que bien servidos?

Aquí vemos una de las verdades más profundas reveladas por Jesucristo. O mejor dicho, tenemos una de las mejores aclaraciones acerca de lo que Dios había dado a entender, a la humanidad, hasta ese momento. Por otro lado, se pone un cierto correctivo, mencionado por el mismo escriba: Nada puede superar lo que Jesús ha formulado como primero y segundo mandamiento. Y esto, en aquél momento y en el nuestro también, nos está emplazando a no confundir las cosas: Si no hay una vivencia profunda de lo dicho, de nada sirven las prácticas religiosas. Para qué ir a misa, se podría pensar, si no encarnamos esto que Jesús manda.

Las cosas a medias no dan buenos resultados, eso lo sabemos. Entonces no sirve mucho el decir o tener la certeza de que amamos a Dios, pero sin ser capaces de amar al que tenemos a nuestro lado. Es verdad que a veces no es fácil, pero no podemos afirmar y mucho menos acostumbrarnos a sentir odio, o no soportar a alguien, y decir que amamos a Dios. Es totalmente contradictoria la afirmación y nos vuelve mentirosos. Aunque al revés, según entiendo, empezar por el segundo de los mandamientos, sí nos lleva a cumplir, sin error, el primero. Quien se esfuerza por amar a las personas, quien se desvive por el bienestar del otro, ese puede asegurar, sin temor, que ama a Dios con profundidad.

Este evangelio es muy bueno y aleccionador. Además de ser nuestra salvación. Es como se salva el mundo. Jesús nos obtiene el perdón por un acto inigualable de amor y, por consiguiente, si vemos que las cosas en nuestra tierra, en la sociedad, en casa, no van del todo bien, tal vez es porque falta una cuota de ese amar a Dios y al prójimo. Si cada uno de nosotros hiciera un acto de amor por otra persona, y a su vez esta hiciera lo mismo por otra, fíjense si no crearíamos un lugar más humano y habitable. Y esto va mucho más allá del amor que podamos dar a nuestros seres queridos, como la familia que tenemos, donde también hay que poner en práctica todo esto. Diríamos que es el primer lugar por donde empezar. Pero esto tiene que ser extensivo y salir de las fronteras de consanguinidad. Sin olvidar que también hay que amar a aquellos que no nos retribuyen de igual modo. Entonces nos podemos preguntar: ¿Cuánto amamos de verdad? ¿Nuestro amor es medido, proporcionalmente al amor que recibimos de los demás? Hay una frase de san Agustín que nos puede iluminar un poco más: «La medida del amor es el amor sin medida».

Cuando hablamos de nuestro amor a Dios, éste se vuelve mucho ruido y pocas nueces, como la comedia de Shakespeare, cuando no hay un verdadero amor al prójimo. Ya podemos pretender una religiosidad llena de piedad y misticismo, la cual se vuelve apariencia que nada tiene que ver con la realidad, si no hay primero y segundo mandamiento dicho por Jesús. Y si seguimos con esta obra teatral, bien nos valdría pasar por lo que Benedicto, el personaje, critica de Claudio, una vez que éste ha vivenciado el amor. Tal vez sea necesario que nos volvamos necios o tontos, con tal de que todos nuestros actos estén referidos a vivir ese amor que tenemos hacia Dios y las demás personas.

Aquí nos jugamos el cielo. Es nuestra decisión. Amar, amar, amar, that is the question.

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