- by diosytuadmin
Marcos 16, 15-20
Jesús resucitado se apareció a los Once y les dijo: «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará. El que no crea se condenará. Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los sanarán».
Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.
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Una de las ideas que se me cruzaron por la cabeza, después de leer el evangelio, fue pensar en el vino. No cualquier vino, sino esos que realmente merece la pena, al menos, probar. Hay muchas personas que son expertas en catar vinos. Enólogos espléndidos (me estoy acordado de mi amigo Andrés Asensio –nunca mejor citado este apellido, en el día de la Ascensión) que son capaces de hablar de las bondades y profundos sabores que se puede encontrar en un buen vino. Y así también están los precios: Cuanto mejor es el varietal, más caro cuesta, aunque, a mi parecer, aveces se exagera un poco. Eso ya lo sabemos. Hay marcas reconocidas que, aunque no tengan una buena cosecha, igual tienen precios «respetables». Pero no vamos a hablar del mercado vitivinícola, sino de lo que ofrece cada botella.
Para no marearnos con tanto alcohol, creo que sería bueno poner tres categorías, arbitrariamente, y fáciles de distinguir: Vinos malos, normales, y muy buenos.
Vinos malos: Aquellos que en apariencia son como cualquier buen ejemplar, pero no dan nada más que lo peor de la fermentación y dejan un muy mal sabor de boca.
Vinos normales: Los que se dejan beber con facilidad. No son súper, extraordinarios, pero dejan un buen gusto en boca. Nadie los rechaza, y en la mesa hacen quedar bien a los anfitriones, aunque son fácilmente desechables cuando se ponen al lado de uno de mejor calidad.
Vinos muy buenos: Esos que parece que le dan un plus a la vida. Aquellos que arrancan alegría en el corazón, prácticamente te dejan en éxtasis, y degustarlos produce un placer profundo. Son casi sagrados y un tesoro para la gastronomía.
Bien, después de esta pequeña evaluación casera, creo que ya tenemos elementos para volver la mirada sobre las palabras del evangelista Marcos. Hoy nos presenta a un Jesús que, en comparación (y salvando las distancias), es un vino sublime. Lo mejor de lo mejor. Está delante de los suyos, momentos antes de subir al padre, y asegura que todo el que crea en él y se bautice, se salva. Además de tener la capacidad de realizar una serie de milagros que ni nosotros nos lo creemos, ¿Verdad? Si ahora les ofreciera un poco de veneno, teniendo en cuenta la promesa de Cristo, ¿Quién se atrevería a beberlo? Si creen, no les va a pasar nada. ¿No dijo eso Jesús? Si no es así, ¿Qué falla? ¿La promesa o nuestra fe?
Es cierto que no estamos para hacer pruebas, ni tentar al Señor, a ver si cumple lo que dijo, pero sí creo que él estaba completamente convencido de lo que decía. Entonces, ¿Por qué nos ha ganado la desconfianza? Bueno, a lo mejor no es la pregunta adecuada, pero no la voy a cambiar, sino que dejo pendiente una posible respuesta para más adelante. Entonces, siendo positivos, vamos a decir que nos ha ganado la sorpresa, el desconcierto, no la desconfianza, y continuamos, inmóviles, mirando el firmamento: A ver por dónde se fue Jesús. Por lo tanto, nos hace falta un par de hombres vestidos de blanco, como dice la primera lectura, que nos digan: «¿Por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir».
Es así que este empujón a volver la mirada a nuestra realidad, nos está diciendo que el mejor vino ya está preparado y listo para ser bebido. Nosotros lo hemos probado y nos gustó. Con él nos sentimos salvados. Pero es tiempo de que nos pongamos en camino, ya que tenemos una misión: Cristo nos ha pedido que vayamos por el mundo anunciando la Buena Noticia. Que, teniendo en cuenta la excelente cosecha que hicimos en Pascua, es como decir que hay que empezar la distribución. No hace falta agregar nada, ni esperar más tiempo de estacionamiento. Todo está en su punto y esperando a que descorchen los que compran, los que creen, para probar el auténtico sabor de Dios, que tiene gusto a vida feliz y salvación. Y para que esto sea masivo, hace falta que demos lo mejor de cada uno de nosotros.
Tenemos urgencia, y más en este tiempo, de empezar a repartir este vino, que rompe todo esquema de mercado, porque es inigualable y está al alcance de dos palabras: Sí creo. Y la mejor manera de hacerlo es empezando por creer nosotros, y siguiendo con los milagros que haremos en consecuencia. Y no sé si arrojaremos demonios o hablaremos en lenguas, pero seguro que haremos el milagro de la paz en el hogar, la amabilidad en la calle, la honestidad en el trabajo, la solidaridad con los pobres, la confianza plena en Dios. Estas son las curas que le hace falta al mundo y que sólo las da Cristo, el mejor vino, y aquellos que también quieren dar lo mejor de sí y se hacen uno con él, aprendido a morir, como la uva, para dar el varietal perfecto, ese que engendra vida, felicidad y vida eterna.
Que no nos gane la desconfianza, todo es posible si estamos con Dios. Nada de quedarse mirando el cielo, porque así nos quedamos sin vino. ¡Manos a la obra! Tenemos que creer y, tal vez, volver al lagar para sacar lo mejor del fruto de la vid y, con la ayuda de lo alto, tendremos una cosecha extraordinaria.
Por último, sabiendo lo que tenemos entre manos, no podemos menos que vivir con la esperanza que se desprende de este evangelio y de la Fiesta de la Ascensión. Este día, claro que lo podemos llamar domingo de la Esperanza, porque sabemos hacia dónde vamos y qué nos espera. Es que si seguimos los pasos del Señor, llegaremos adonde él se fue. Aquí y ahora ya podemos empezar a gustar de este vino bueno, que beberemos completamente cuando nos toque partir al encuentro con Dios. ¿A quién tememos? No nos quedemos paralizados. Cuantos más milagros hagamos, cuanto más vino repartamos, más felices seremos, porque no habrá duda de que nuestro destino es el cielo.