- by diosytuadmin
Juan 19, 25-27
Junto a la cruz de Jesús, estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien El amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquella Hora, el discípulo la recibió como suya.
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Dichos, frases y refranes hay muchos, pero tras leer el evangelio de Juan, alusivo a la celebración de la Virgen de Luján, con motivo de la peregrinación, me da vueltas en la cabeza el siguiente: De tal palo tal astilla. Nos puede servir para remarcar el parecido, por ejemplo, de un hijo con su padre. También se usa para resaltar los defectos. Pero en este caso, me quedo con el lado positivo, y es lo que me surge al pensar en María, nuestra madre, y sus hijos, es decir nosotros.
La escena que nos presenta Juan en su evangelio, es muy simple y corta en detalles, sin embargo la profundidad de lo que está diciendo trasciende toda la historia. A veces pienso cómo hubiera sido nuestra relación con Dios si esto que acabamos de escuchar no hubiera sucedido. María sería la madre de Jesús y todos los títulos que quisiéramos ponerle, pero no podríamos decir que también es nuestra madre. A lo mejor es un poco exagerado lo que expongo, pero ciertamente estaríamos huérfanos de madre del cielo. Y seguramente nuestra creencia y relación con Dios no se vería afectada. Pero el caso es que sucedió como nos lo cuenta el evangelista, y el gesto de Jesús con su discípulo y madre nos abre una nueva dimensión.
Es verdad que tampoco dijo: María, te nombro madre de todo el mundo, pero entendemos que en la persona de Juan estamos todos. Y esto, que es muy lindo pensarlo, nos da ciertos derechos, por llamarlo de alguna manera, pero al mismo tiempo nos da cierta responsabilidad.
Si pensamos en los derechos (es lo que siempre tenemos presente a la hora de cualquier reclamo), bien podríamos decir que como hijos tenemos derecho al cuidado y protección de nuestra madre celestial. También podemos ir a pedirle lo que necesitemos. Pero si nos pasamos a las responsabilidades, podríamos pensar que es nuestro deber el portarnos en correspondencia al título de hijos de Dios e hijos de María. Es necesario el respeto debido y el no olvidarla. Y, por qué no, dar pruebas de tal filiación, que se hace adoptando las características y actitudes que ella encarna.
Deberíamos pensar en amar sin medida, en entrega sin mezquindades, en hacer la voluntad de Dios, en ser generosos con nuestra vida, en esperarlo todo del Señor, en ser servidores por excelencia. Será necesario tener un espíritu alegre en Dios, y no perder la esperanza, saber adaptarnos a los tiempos de Dios, aunque no entendamos bien el por qué, pero sobre todo amar, con la profundidad con que ella lo hace, a Dios y al prójimo. Entonces sí, podremos pensar en volver realidad el lema que hoy convoca a todos los peregrinos que se dirigen a Luján: «Madre, enséñanos a trabajar por la justicia».
Es que, cuando se es hijo de Dios y de María, no podemos menos que pensar en un mundo y una sociedad más justa. Pero aquí, tal vez sea necesario dejar la frase bonita y los idealísimos y abocarnos a transformar nuestra realidad. Entonces, sí que somos hijos de tal Madre, cuando no dejamos escapar la oportunidad de trabajar por la justicia y decimos Sí a todo lo que lleve a la equidad, al bienestar general y no sólo el propio. Sí, somos hijos de ella cuando nos desgastamos por ofrecer lo que somos, con tal de que haya igualdad de oportunidades. Somos justos cuando nos ocupamos de cuidar al más débil y a no explotarlo. Es de justicia no transar ni tomar atajos que únicamente llevan a algo mejor sólo a unos pocos. Fíjense, ¿Qué habría pasado si María se hubiera guardado a Jesús para ella sola?
Sin duda, Dios nos cuida hasta el último detalle. Y nos quiere tanto que nos ha regalado a su madre. Ojalá nuestras vidas pongan feliz a Jesús, de ver los hijos que tiene su Madre. Que nuestra existencia honre nuestra filiación divina.