Ciclo C – Domingo III de Cuaresma
Lucas 13, 1-9
En cierta ocasión se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios. Él les respondió: «¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera».
Les dijo también esta parábola: «Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: «Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?» Pero él respondió: «Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás»».
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“Si conocieras a una persona igual a ti, ¿confiarías en ella?”
Este frase tan simple encierra una reflexión que deberíamos hacer. Algunos seremos más indulgentes que otros a la hora de responder, pero lo importante será ver con sinceridad nuestra propia vida. Y este punto puede ayudarnos a mirar el evangelio para hacerlo nuestro.
Ante la situación que le plantean a Jesús, con respecto a los galileos y su sangre mezclada con la de los sacrificios, él responde que aquellos no eran más pecadores que estos que cuestionaban. Lo mismo responde ante el caso de los que mueren en la torre de Siloé. Y, bien podríamos decir, de fondo está una concepción de Dios muy del Antiguo Testamento: Los pecadores son castigados por Yahvé, por eso sufren desgracias, y los buenos son los premiados y reciben bienes. Finalmente, vemos la parábola de la higuera que, a mi entender, nos está revelando mejor quién es el Señor.
Aquél modo de comprender a Dios, con premios y castigos, aunque decimos que “eso era antes”, tengo la impresión de sigue siendo nuestro esquema. No son pocas las veces que podemos escuchar que alguien dice, por ejemplo: “Todo me sale mal, ¿por qué?, qué hice, en qué me equivoqué. Será castigo de Dios”. Y por consiguiente se empiezan a buscar razones y culpas. Y claro que pueden ser frases hechas, pero el castigo de Dios, con gran probabilidad, se hace presente en nuestro pensamiento, cuando vemos que en algo hemos fallado. Esto, siempre y cuando tengamos una conciencia al menos medianamente recta.
Y si nos detenemos en el ejemplo de la higuera, vemos que se abre una nueva perspectiva. En primer lugar podríamos destacar los tres años que han pasado, tiempo durante el cual el dueño del campo fue a buscar frutos. Y, según sabemos del significado de los números en la Biblia, vemos que aquella cifra (tres años) está indicando una totalidad. Es decir, hay una plenitud en lo que se indica. Entonces vemos que este número es simbólico, porque nos lleva a pensar en más de 365 días multiplicados por tres. Es un tiempo mucho mayor. Aquí, creo, es donde se empieza a revelar quién es Dios verdaderamente.
Antes les traía aquella frase: “Si conocieras a una persona igual a ti, ¿confiarías en ella?” Y creo que no es simplemente una frase bonita u ocurrente. Sino que estoy convencido de que, junto al evangelio de hoy, podemos descubrir un poco más quién es el Señor. Y creo que es quien, a pesar de conocernos perfectamente, de saber nuestras limitaciones y debilidades, siempre vuelve a confiar en nosotros. Y este es el Dios que viene a revelar Jesucristo. Es el Dios que siempre va a venir a buscar frutos, año tras año, porque vuelve a confiar en que algo daremos, aunque el año anterior nos hayamos presentado con las manos vacías.
Es es Dios que, a pesar del vacío de actos de amor en nuestra existencia, siempre vuelve a creer que la próxima vez lo lograremos. Y no sé si nosotros haríamos lo mismo, esperar y dar una nueva oportunidad, a nosotros mismos, y mucho menos con los demás. Esto es lo que más nos diferencia de Dios, aunque estamos llamados a parecernos a él: Volver a amar a pesar del desamor recibido.
Volver a confiar. Siempre el Señor vuelve a confiar en nosotros, y nos da una nueva oportunidad. Quedan lejos entonces los premios y los castigos, según nuestro comportamiento, y se hace presente un amor constante que siempre vuelve a creer que llegaremos a amar como él nos ama, aunque sólo sea en un simple gesto, en una caricia, en un “te perdono” o una mano extendida que levanta al que está caído. Y eso tenemos que hacer, nosotros también: Volver a confiar, volver a intentar.
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